¡Hola, F.!
Te elegí para contarte una secuencia del amor, ya que a los mismos cuarenta y seis podemos ser ambas un espejo de anécdotas de vida. Nos imagino: tú en Mexicali y yo en Tijuana, tal vez viendo He-Man en la televisión, jugando con una Rosita Fresita o béisbol con los niños de la cuadra; imitando a Madonna, desvelándonos jugando Nintendo hasta que nos ardieran los ojos y escuchando el paca-paca del sonido del Pac-Man amarillo, obsesionadas con comer la mayor cantidad de fantasmas posibles.
El amor, en los ochentas, para mí fue pura ilusión. Aquellos hábitos de cortejo no se repetirán en estos tiempos de reggaetón y del batir de nalgas en videos de Tik-tok. El amor en los tiempos del sida, (en mi raciocinio de pre-adolescente) me producía más miedo que la película Nightmare on Elm Street. El miedo al amor ligado al sexo provenía de la enfermedad verdugo que ofrecía un panorama más apocalíptico que la película de La Guerra de los Mundos. El amor en los tiempos de Pimpinela te hacía llorar más de lo que puede un gas pimienta.
El amor como sufrimiento fue un concepto que se arraigó en mí a causa de las canciones escuchadas por las vecinas, como las de Camilo Sexto, Roberto Carlos, José José, Trigo Limpio y Mocedades. La verdad, parecía que el amor consistía en incursionar en un mundo masoquista, en el cual yo no quería participar. Prefería por ello perseguir el carrito musical de los helados, antes que a los niños.
En la secundaria albergué una idea más clara sobre el amor. Logré ver la vida en rosa gracias al híbrido de los últimos capítulos de la telenovela Quinceañera y a la canción de Édith Piaf. Bastó un beso empapado y acorazado, propinado por mi primer novio (ya en la prepa), para hacerme cambiar de opinión respecto al amor. Al poco tiempo, pese a toda la emoción de las canciones de Timbiriche, me olvidé del tema por unos años, sumergida en las tareas del colegio y atrapada en mi mundo con la música de The Cure. A los dieciocho, apasionada con la lectura de La náusea y la música de Joaquín Sabina, las horas duraban ochenta minutos con la compañía de Gardel.
En esta etapa me enamoré por primera vez con la frescura de un “huele de noche” mezclado con lavanda y menta, imantada por la mirada de un joven cuyo beso aún recuerdo con todos los sentidos. Era un amor paciente, lento como el esperar el retorno imposible de una misma ola. Amor a la vez voraz, como el rugido de un león. El joven murió y el mundo se ensombreció, perdió ese tono rosa de algodón de azúcar que alguna vez tuvo. Mi habitación parecía un mar enfadado, lleno de olas en las que era imposible navegar: libros, ropa, objetos de toda índole mezclados en el piso con morusas de pan y una dosis de depresión.
El escenario del amor platónico entonces fue la biblioteca de una universidad texana. Este amor silencioso creció en las galerías de arte y en los conciertos de rock mexicano de la frontera. Fue un amor que nunca me atreví a delatar. Me acobardé como una garza y hundí la cabeza entre los cds de Caifanes y los de Santa Sabina. Lo dejé ir cuando me presentó a su novia. Lo encerré en un cuadro que pinté sin que supiese la técnica del óleo.
Poco después llegó Nirvana y el gusto por la rebeldía con Metálica. Entonces me enamoré de un gigoló con el que descubrí que ser pareja de un hombre muy atractivo produce la misma envidia que portar una bolsa original de Louis Vuitton. En el trayecto por el jardín del eros y el filos perdí el miedo a sufrir por amor y también el miedo a estar sola. Supe ser estoica en la resolución de ecuaciones a la espera del verdadero amor. Descubrí que el abandono es más fuerte que la soledad. Ya no era buena anfitriona para el amor y, a menos que hubiera podido comprar un elíxir sanador de heridas amorosas, habría cambiado de opinión. En mililitros inyectados o pulverizado en una píldora mágica, ese elíxir hubiese sido suficiente para eludir el sufrimiento, sopesar el engaño y así evitar cargar con el yunque de la infidelidad.
Por todas mis historias en el amor te pregunto, Vilma, ¿sería más práctico un amor matemático, siempre exacto? Por eso te escribí, aunque no me conoces, porque eres contadora. Si el amor se tratara de números, más fácil sería. Si tan sólo el amor fuera tan sencillo como la aritmética.
Dostoievski en algún libro escribió algo así como que Dios existe sólo si uno cree en él y no al revés. Entonces concluí que el amor no existe: sólo, y sólo si uno lo crea, le tiene fe, lo transforma, lo pule, lo barniza, lo lija, lo esculpe, lo colorea. Entonces elaboras tu propia matrix, como en un laberinto de espejos en el que te pierdes. El amor se nutre de lo cotidiano, resurge con la vitamina de un buen amanecer, el candor de la flor, el fulgor de las estrellas, la luz de tu propio ser y lo que dictan tu imaginación y tu corazón.
¡Me casé a los treinta y ocho! Me casé con alguien a quien amé desde entonces y no sé si amaré por siempre. ¿O será que sólo fue la ceremonia, el anhelo del vestido y la circunstancia del momento, el cruce de las historias en el mismo punto cardinal de sus vidas, las fichas de ajedrez que se mueven en una misma dimensión, en un juego interminable de triunfos y derrotas? El amor tiene otra cara debajo de su careta, es dual. Lo difícil del amor es el tedio y por ello requieres de hurgar hasta la última moneda en la alcancía de la tolerancia para evitar que las grietas se agranden, las cenizas dejen de arder, y puedas avanzar pese a las barreras, como un espartano.
¿Por qué seguimos responsabilizando tanto al amor pensando que todo lo perdona, que debe ser tan fuerte como una roca y vulnerable como una pluma? La verdad es que estoy perdida, sin brújula, vivo dentro del torbellino de la familia, que a su vez es el ungüento. Ese amor que se disfruta con una sopa caliente, con el beso de los hijos, y se quebranta con los recibos por pagar. Un amor que prevalece en los miles de parpadeos entre los perdones y los olvidos. Amor presentado ante la Virgen de Guadalupe y los muchos likes de Facebook, y al que sostengo de un hilo como globo de helio, esperando que no se salga por la ventana cuando entre la pobreza.
En esta etapa de mi vida, a los cuarenta y seis, siento que el tiempo transcurre en espiral (como estipularon los mayas) y que vuelvo a comenzar sin saber si en verdad conozco el significado del amor. Estimada Vilma, tengo curiosidad de saber si entre la complejidad de tus páginas de Excel, está escondida la clave del amor. ¿Será que tú sí sepas algo más de lo que yo ignoro sobre él? ¿Dime si tú has encontrado una fórmula para resolver el dilema del hastío y lograr la balanza del amor? Dime pues, ¿cuál es tu estrategia?
M.