Mérida, Yucatán. Septiembre, 2020
Abrazar la fortaleza
Estimada A.:
Hoy me descubrí mirando al pasado. Había olvidado por completo esa sensación que produce limpiar los pequeños rincones donde encuentras cosas inesperadas. El olor a polvo que, inevitablemente, se convierte en uno, dos, tres estornudos. La sensación de hallar cosas viejas y perdidas. En realidad, esto que te cuento es meramente una excusa para describirte lo que necesito depurar, mi terapeuta afirma que es necesario.
Encontré una caja decorativa diminuta, en algún momento fue una cajita musical, ahora ha perdido la gracia de su sonido, pero (por alguna razón) puedo recordar perfectamente cómo sonaba, qué melodía sugería. ¿No es fascinante cómo funciona el cerebro? En él no existe filtro para decidir qué recuerdos guardará y cuáles desechará. Pienso muchas veces que he bloqueado memorias, ¿no te pasa?, sobre todo cuestiones no gratas. Mi cerebro, que me ama y cuida, decide eliminar esas fotografías de mi mente para mantenerme a salvo. En cambio, me deja algunas lagunas mentales. La memoria de mi cerebro me protege. Lo he capacitado como una máquina a mi antojo (o así quiero creerlo), porque cuando no quiero olvidar el momento, pero sí a la persona con la que compartí ese instante, hago una especie de recorte. Como Photoshop. Ya no somos dos quienes disfrutan ese tiempo detenido en las manos, ahora sólo soy yo, y se vuelve más ameno. Recortar… Qué palabra tan extraña, llena de trasfondo, pero a la vez tan extraña, infantil, pienso en las tijeras del kínder con las que hacíamos manualidades. Hoy quise recortar y jugar con mis recuerdos. No se lo cuentes a nadie, porque en realidad me apena. Es algo muy personal y las cosas personales suelo guárdamelas, es algo con lo que mi terapeuta está en total desacuerdo, así que digamos que lo hago para contarte algo que tal vez no te interesa, o que lo hago exclusivamente para mí, o que sólo es una tarea más de mi terapia.
Te decía que hoy me decidí a recortar recuerdos. En el papel y en mi cuerpo. Además de la cajita ex musical, encontré una caja un poco más grande, de color rojo, con un Papá Noel en la tapa. Fue un regalo de Navidad. La caja tiene relieve, por cierto, porque pude frotar mis dedos en ella, atrasando un poco el momento para ver lo que había adentro. La abrí. Me encontré cartas, muchas cartas. Cartas como ésta. Bueno, en realidad muy diferentes. Son de amor. Traen un dolor inmenso a mi pecho, porque son inocentes y optimistas al mismo tiempo. Ya no pertenecen al momento en el que vivo, ni a la persona que soy ahora. Sólo me remiten a un pasado que, evidentemente, no quiero recordar. O más bien que recordaré cuando sane por completo, si es que mi cerebro no se ha encargado, para ese momento, de borrar todas las memorias.
Tomé una, la leí, sentí un pequeño cosquilleo en la epidermis, y sin pensarlo la deslicé entre mis manos y la rompí. De una, pasaron a ser diez, o quizás veinte. Pedacitos. Algunos volaron como plumas porque olvidé apagar el ventilador de techo. Quisieron ser libres. Tal vez las dejé mucho tiempo encerradas en aquella caja. Después de romper todas, puse una playera negra en mi mesa de escritorio y decidí acomodar esos cachitos. Por curiosidad. ¿Te cuento lo que descubrí? Que una carta de amor puede convertirse en una de odio, o en una lista de súper, o en un crucigrama, o en una carta de adiós. No te lo digo por ambiciosa, es porque, si te das cuenta, al partir estas cartas las palabras corren por cuenta propia. Ya no pertenecen a la misma oración o a la misma idea. Las palabras vuelan. Se transfiguran. Mutan. Yo quiero reinventar la carta a mi manera con los pedazos: leí “solamente” y pensé que me contaba cómo hacía fila en un supermercado y “solamente” había dos personas delante de él en la caja. Tiene sentido porque luego vi la palabra “súper”. Luego leí “ganas de”, y quiero pensar que me contaba cómo tenía “ganas de” comer ese litro de helado de vainilla con trozos de chocolate mientras lo veía pasar por la banda, lo “emocionado” que estaba por llegar a casa y poner una buena película mientras “disfrutaba” de aquel manjar, que le daba “igual” si era una película de Wes Anderson o de Marvel, él sólo quería comer helado. No supe justificar las palabras “conocerte” o “te quiero”, porque, evidentemente, sé lo que significan. Y a mi memoria regresó toda la carta, de corrido, como si jamás la hubiera roto y estuviera leyéndola. En mi mente. Mi cerebro no olvidó ese recuerdo, sabe a la perfección qué va después de cada palabra. Ahora sé por qué te cuento esto, es porque siento como si tuvieras un aire maternal y tal vez quisiera que me dijeras “algún día podrás olvidar”, aunque sepamos que ninguna de las dos puede adivinar. Sólo me queda seguir jugando con estos retazos esperando que algún día se borre de mi memoria el significado de la verdadera carta. O que construya una nueva para reemplazarla en mi cabeza y que pueda leerla una y otra vez. Así lo decreto.
S. S.