Querida D.,
Leo y releo tu carta dirigida a David y a K. y no puedo evitar ser presa del mismo asombro, como si esa K. pudiera ser la antesala de mi nombre y yo ocupara el sitio de una ilusión pasada. En esta vida casi todo es un juego de suplantaciones y en este intercambio de cartas me parece que lo es aún más.
Termino de leer Una forma de vida y me quedo suspendida entre la duda, la mentira y los resquicios de honestidad que se pudieran filtrar por ahí. De un tiempo para acá me he obsesionado con la etimología de ciertas palabras, como seducir, que significa llevar aparte, sustraer de un sitio para llevar a otro. Cuando algo o alguien te seduce, implica que te sustrae de tu presente, de tu espacio y tu tiempo, y te transporta a sitios, a veces, indecibles. No sé si fue la palabra que utilizó Humberto para describir tan puntualmente a Amélie Nothomb, pero digamos que sí, inventemos que dijo que era “lo suficiente egocéntrica como para resultar chocante, pero bastante seductora como para quedarse”. La parte del libro que me ha seducido y con la que me quedo es cuando el soldado afirma: “Hay un placer que nada puede igualar: la ilusión de tener un sentido. Que esta significación nazca de una mentira no le quita ni pizca de voluptuosidad”.
Esta afirmación, así de contundente y brutal, me lleva a sitios indecibles, a recordarme en distintos tiempos y espacios encarnando la mentira de lo que quise ser. Te leo en cada faceta de vida identificándote con los personajes de Oz y te encuentro en cada uno como si fuera una consigna que todos nos hubiéramos empeñado en cumplir. Es como darse cuenta de que lo que hemos creído son decisiones propias, de repente, adquiriera el cariz de un destino trazado de antemano, porque sucede que todos tenemos que ser rebeldes en algún momento y todos nos esforzamos por seguir las reglas en otro y todos vivimos en la ilusión de un sentido que sólo es eterno mientras dure, como el amor. Vamos, que es como sumergirse en la nostalgia o el dolor del pasado porque el almendro no quiso dar duraznos. Por eso me encanta cuando dices que “así es la humanidad, descarada, cínica y al mismo tiempo frágil, bondadosa y entregada”, porque es una síntesis formidable de este ir y venir del destino humano en el flujo vertiginoso que llamamos tiempo y nos hemos empeñado en jugar a delimitar con horas, meses y años, aunque no sepamos si sólo estamos siguiendo el camino marcado con flechas muy rojas a través de los siglos.
La semana pasada resentí el encierro con un ansia inaplazable por salir. Me puse al volante y recorrí el periférico a toda velocidad. No pensaba en impactarme contra el primer muro que se me cruzara, pero sí tenía la certeza de que no estaría mal que sucediese. En ese trance de velocidad y hartazgo, llegué a un parque y luego a una plaza comercial sumergida en la más plena desolación. A cada paso tenía el presentimiento de que me encontraría con la viva imagen de una crisis económica, con alguno de mis muertos o con la oscuridad absoluta del vacío: cualquiera de esos escenarios parecía posible. Terminé en una diminuta librería en la que un poema de Borges me sacó de la empantanada inercia:
El porvenir es tan irrevocable
como el rígido ayer. No hay una cosa
que no sea una letra silenciosa
de la eterna escritura indescifrable
cuyo libro es el tiempo. Quien se aleja
de su casa ya ha vuelto. Nuestra vida
es la senda futura y recorrida […]
pero en algún recodo de tu encierro
puede haber una luz, una hendidura.
El poema no termina ahí, sino que concluye con un dios acechante de cada movimiento y al que más bien prefiero ignorar. Me quedo con el destino trazado en el poema: me había alejado de casa y sin embargo había vuelto ya con tan sólo abrir las páginas de un libro que me dice que mi destino está forjado de antemano, lo crea o no, y esa ilusión de sentido (provisional) es también una hermosa mentira, una ventana, una vasija a la que prodigar los cuidados y toda la ternura de la que aún seamos capaces.
He guardado tu vasija en un sitio especial, con un letrerito que en letras rojas y grandes dice “frágil. Manéjese (usted) con cuidado”. Desde esa ventana abierta nos miro a todas en mi viejo Renault: a ti, Di; a David, a la otra K. (que quizás soy yo), a Andy y a quien quiera unirse al road trip de camino a la playa o a un paisaje nevado (da igual), mientras la autorradio canta y yo recuerdo a ratos esa sonrisa que me parte en dos el corazón…
En este viaje imaginario en el que con tanta candidez nos hemos embarcado (hablo del intercambio de cartas) yo también he tenido la necesidad de los abrazos, contabilizados o no. Me di cuenta en mi cumpleaños porque un cumpleaños no se siente del todo como tal cuando le hacen falta tantos abrazos. Pero ahora, a la luz más clara de las mentiras que hemos sido, que somos y seremos, los abrazos se me figuran como esa hendidura por donde se podría filtrar un dejo de honestidad, la nota capaz de iluminar cualquiera de todos nuestros encierros.
Entonces, como si estuvieras aquí, te abrazo,
K.