Querida M.
No imaginas lo que sentí cuando te vi a través de la ventana de Zoom, sin esperarlo, primero en un ensayo y posteriormente en este taller.
Tú y yo nos conocimos bien. Somos un caos ambas, aunque de maneras distintas. Siempre había ropa en el suelo o una colección de vasos en el buró al lado de la cama, las sábanas siempre estaban revueltas y escondían notas y garabatos de esas noches de desvelo en que me quedaba dormida y únicamente tú eras testigo de lo que ocurría durante la madrugada. Te preguntarás, “¿por qué me escribes esto ahora?”. Y no lo sé. Sólo respondo a un impulso y al deseo de que me escuches y sepas lo que significaste para mí.
Era yo quien volvía a ti después del trabajo con un ramo de flores, tulipanes naranja al inicio, rosas rojas al final. Y ya sé que cuando nos conocimos no te di la mejor impresión porque estaba muy ebria y no planeaba quedarme, sin embargo me venció el sueño, con la misma ropa del día anterior y un trozo de pastel de chocolate en la mano. A la mañana siguiente no sabía dónde estaba y no te reconocí de inmediato… pero nos veríamos casi a diario durante tres años y compartiríamos demasiado.
No vale la pena hacer una crónica de lo que ocurrió, repasarlo es tan inútil como intentar madrugar para ir la oficina esos días en que íbamos por pasta y vino a nuestro restaurante favorito (que además nos quedaba tan cerca).
Sin embargo, sí quiero recordar esos últimos atardeceres de la tierra, el calor que traspasaba el suelo durante el verano y esa luz violeta por la tarde que nos invitaba a tomar una siesta o a leer alguno de los muchos libros de ese librero de madera tan aparatoso; y el olor a manzana verde de la primera Navidad que compartimos y que flotó en el aire hasta febrero, dulce y ácido. O ¿te acuerdas?, el sonido del tren por la noche y también en la mañana, los secretos y las risas y ese gato chel que se colaba cuando no había nadie; los textos y los dibujos por todas partes, lo sentíamos todo con tinta, la felicidad, la traición y la melancolía.
Esa posibilidad se suspendió en el tiempo y se quedó contigo. Después empaquetamos todo y yo tenía miedo y creo que entonces supe que algo ya no estaría bien pero quería intentarlo. Nos fuimos a un sitio “mejor”, con árboles que se desgajaban en oro y una casa más grande y blanca, y sin embargo no fui tan feliz como cuando éramos las tres, ella, tú y yo. Luego me fui.
Lo siento, Malec, en realidad esta carta no es para ti. Es para tu habitación. La conocí antes, cuando le pertenecía a alguien diferente. Cuando yo misma era diferente.
Tú no sabes de lo que hablo, pero quizá ella sí… ¿Podrías decirle que la recuerdo con cariño, que la quise mucho, que ojalá siga entrando esa luz violeta y el sonido del tren por la mañana y por la noche, y que la siga visitando el gato chel?
Y que espero que alguien más vuelva a llenarla de flores.
C.
Mérida, Yucatán, 26 de Septiembre, 2020