Para quien ha tenido una confusión,
Cada vez que salgo del consultorio de la dentista tengo la sensación de que estoy saliendo del psicoanalista. De ambos lugares salgo llorando. Del primero porque me aturde el ruido de esa máquina que ayuda a mejorar mi dentadura, provocándome un tremor en el cuerpo que pocas veces puedo controlar. Del segundo porque aquellos silencios que acumulo en el cuerpo los enuncio. Tal parece que el llanto lo provoca mi boca. Confundo el sillón del dentista con el diván. Al dentista voy porque quiero comer sin sufrir; al análisis iba porque quería escuchar lo que en otro lugar no podía decir.
Hoy, mientras salía del consultorio, recordé que las primeras cartas que teníamos que escribir eran sobre el amor y me di cuenta de que no escribí sobre eso que le cuento a Dulce, mi dentista. La plática sucede mientras balbuceo o babeo porque la anestesia ha logrado su cometido en mi boca, lo cual no me impide decir, aunque aquello parece un lenguaje que sólo Dulce y yo entendemos. Tengo la impresión de que ella siempre me pregunta sobre el amor para intentar tranquilizarme, para desplazar mis emociones a otro lugar; por momentos lo logra y en ocasiones, mi llanto es una mezcla entre el dolor y la historia que le cuento.
No recuerdo en qué momento decidí sin pensar que sólo me tenía que enamorar una vez en la vida. Que el amor era único e irrepetible, como el nacer o el morir, algo que te desconcierta, un acontecimiento tan poderoso e inenarrable o quizá sólo es un déjà vu y, cada vez que cuento una historia de relacionamiento amoroso me parece familiar, porque pienso que algo de eso construye mi pasado. O quizá solo caí en los estereotipos. Me he contado tantas historias de amor mientras estoy con Dulce que podría, como dice Pizarnik, morir aplastada por una lágrima.
Hoy, en cuanto me senté en el sillón, Dulce me preguntó mientras me untaba un poco de anestesia con un algodón en las encías para después inyectarme, “¿qué pasó con aquel muchacho?, ¿lo viste?”. Hacía más de un mes que no la veía, no recordaba bien qué le había contado la última vez, respondí sin titubear, “Sí lo vi, me enamoré ese día”. “¿Se siguen viendo?, ¿se hablan?”, preguntó. “Sí, anoche estuvimos hablando por teléfono más de dos horas, me gusta hablar con él, que me pregunte “¿cómo estás?” y no saber qué significa eso, qué debo responder. Me encantaría responderle que lo extraño, qué recuerdo sus abrazos y nuestras charlas infinitas, que me gustaría verlo con más frecuencia; pero lo que siempre respondo son los pensamientos que me acongojan, los enojos que acumulo, los proyectos que se me ocurren”. Respondo mientras la máquina produce un ruido intenso que intento contrarrestar con mi respuesta. Cuando la máquina se detiene y Dulce pregunta “¿duele ahí?”,
hago un gesto con el dedo índice de mi mano derecha indicando que no y en mi cabeza resuena un sí.
Hace casi 19 años llegué a la catedral de Toluca para casarme. No recuerdo porqué lo hice. A quién le estaba respondiendo. Qué historia me estaba contando. La caja negra donde supongo está esa respuesta la he confundido. La historia siempre se repite.
Y.