De A. para L.

Larissa: 

No esperaba tu carta, tal vez no esperaba que alguien me escribiera, y cuando la vi no puedo negar que sentí una inquietud añeja, distante, como si todo el encierro se agolpara en las primeras líneas de tu excusa. Es cierto que nos conocemos poco, pero tal vez sea precisamente esa forma obligada de comunicación lo que nos ha acercado y que ese mínimo saber uno del otro haya permitido traspasar el velo incierto de la duda. Por eso también me tardé en contestar.

La situación que viviste y narras con cierta angustia me hizo recordar una situación similar que viví hace ya muchos años y que para ese tiempo aún no se había convertido en el lugar común; aunque, hay que aceptarlo, estaba muy lejos de la conducta de los hombres frente a las mujeres en nuestro país estar fuera de la norma. 

Aquella tarde de verano era un murmullo y la veía por la ventana del departamento en el cuarto piso de un edificio en la Narvarte. El viento se acercaba lentamente y las nubes también, como todas las tardes de verano cuando anuncian la lluvia vespertina, que todos sabemos llegará. Una amiga y yo revisábamos el guion para un video que realizaríamos por la frontera sonorense en el marco de un programa institucional de la SEP. ¿Sabes que la gente de la frontera estuvimos de moda por algún tiempo? Parecíamos objetos raros, desde el centro del país nos tachaban de antinacionalistas y proyanquis. El video tenía el propósito de desmentir esas visiones y ofrecer si no la mejor, al menos una cara realista de los fronterizos. 

Justo cuando hablábamos de la violencia sufrida por los migrantes, un ruido seco, hosco y brutal bajó retumbando las escaleras del edificio y se metió en el departamento para callar violentamente el repiqueteo de la máquina de escribir sobre la hoja ya cargada en tinta. Nuestros ojos quedaron fijos hacia la puerta que se abrió golpeando la pared y provocando más ruido y tensión de la que ya se había creado. 

La mujer que entró detrás del ruido traía sangre en el rostro que cubría con una mano mientras que con la otra se apoyaba en la pared. No alcanzó a llegar hacia nosotros, que estábamos en la mesa de un improvisado comedor, cayó apenas al cruzar la estancia. Prefiero no detallar el resto de esta experiencia amarga, sólo te diré que, por la noche, esa misma noche, mientras nos sentábamos en la mesa del bar al que habíamos sido invitados, vimos al baterista del grupo que ya tocaba y a la mujer cantando como si nada hubiera sucedido. Eran los mismos de esa tarde violenta y nosotros los mismos que horas antes la veíamos caer y la rescatábamos del feroz marido que pretendía seguir golpeándola. Eran los integrantes del grupo estrella del lugar, vecinos de mi amiga, la videoasta, que ahora recibían los aplausos de un público que así reconocía la entrega de la banda. 

Llegué a mi hotel a mitad de la madrugada y no podía dormir. No sabía cuál rostro tenía más presente, si el de la mujer golpeada y con sangre en la piel o la cantante de blues que repetía you ain’t no good, heartbraker, mientras retorcía sus manos hacia un cielo inexistente. Observé la habitación como una cárcel de la cual no podía salir sino hasta mi regreso y me perdí en un mar de desesperación cuyas olas agitadas lentamente fueron serenándose mientras dentro de mí escuchaba respect, just a little bit y veía su cara, siempre su cara… hasta que me fui quedando dormido. 

Ahora, muchos años después y luego de leer tu carta, pienso en ti y te imagino la mirada triste, como esas pequeñas aves que danzan en silencio, esperando quién sabe qué para que la noche por fin te abrigue y te lleve al sueño donde tal vez alguno de esos caballeros te rescate, como en esas películas de cuentos de hadas que viven en ti y te habitan y te hacen creer que el mundo todavía es un lugar posible. 

Arturo