San Rafael, Estado de México a 16 de mayo, 2021
A leer las cartas de ambos me resultó familiar el tema que tratan, aunque mi experiencia es inversa.
Nunca me gustó la cocina, desde mis recuerdos infantiles me negué y debido a que mi madre tenía que salir a trabajar, me daba lo mismo comer la sopa que dejaba en el refrigerador sin calentar. Hasta el día de hoy no soy tan exigente, pero reconozco los buenos sabores para mi gusto. Antes era una necesidad de sobrevivencia y un trámite que cumplir para que no me regañaran por no comer. Ahora hay procuro esmero y cuidado para alimentarme, no sólo preparando ricos platillos, sino también haciendo tiempo para ello.
Reunía los recursos y fuerzas para realizar mi fiesta de cumpleaños con pastel, tamales, gelatinas y una que otra sorpresa. Hasta mi adultez, mamá y yo vivimos juntas; su café caliente a altas horas y algún guisado para que cenara, me esperaban a mi regreso a casa desde la ciudad. Trabajo en el Museo Nacional de Culturas Populares y preparo grandes comilonas para sus compañeros en las jornadas extenuantes de montaje de exposiciones.
El dolor e ira por el asesinato de mi padre nos confrontó y la persecución, las amenazas y la tortura nos incomunicaron. Nuestras peleas eran frecuentes, las palabras se convirtieron en dagas; nos separamos unos años cuando la situación se volvió insostenible. Al paso de unos años, su diabetes se recrudeció y llegó el tiempo de jubilarse; su amor por San Rafael la trajo de regreso a casa. Después de cinco años de jubilación sufrió una encefalopatía que la limitó incluso para sus necesidades básicas; su alimentación y dieta se convirtieron en la base para cuidar su salud.
Me enfrenté a territorio desconocido, frustrándome una y otra vez porque las comidas que preparaba no tenían sabor, sólo cumplían con los requerimientos dietéticos para mi mamá. Mi hijo y yo comíamos lo mismo para no provocar tentaciones.
Un día, cuando cocinaba, repentinamente se acercó y me guio; compartió su secreto para un arroz que no se batiera, de buen color y sabor (con todo y hule para su correcta cocción), pese a sus lagunas mentales. Iniciamos diálogos en la cocina y trabajábamos en equipó para preparar la comida, durante el proceso tenía mucha claridad en sus recuerdos, en sus emociones, en los momentos dolorosos o de escases y en uno que otro muy divertido, como cuando correteó a mi papá con el sartén que aún tenía los huevos sin servir, siendo su forma de rebelarse y liberarse incluso de sí misma.
Supervisó el tiempo y las cantidades, menjurjes o secretos para dar sabor, quitar acidez, cortar la baba de los nopales, etc. Sin darme cuenta, iniciamos un diálogo al cocinar juntas: rompimos las estrictas reglas de la dieta y uno que otro fin de semana nos dimos permisos para preparar otros platillos, como mole o chiles rellenos con su respectivo vaso de coca cola. Un día me dijo “creo que ya me voy a morir porque te quedó muy rica la comida”, ahí descubrí que me podía comunicar con mi madre y que, pese a mis limitadas formas de manifestarle mi cariño y respeto, encontré un lenguaje que ella siempre usó conmigo. Comencé a disfrutar de la cocina al verla comer y que pidiera más, o cuando emitía uno que otro chasquido como seña de suma aprobación o decía “está de rechupete”.
Sin darme cuenta, era mi forma de apapacharla, de decirle cuánto me importaba y de compartir momentos entre una hija y una madre a las que les tomó tiempo encontrarse en un lenguaje insospechado para mí, pero usado todo el tiempo por mi mamá. Preparé comidas que en el pueblo son algo de verdaderas cocineras, como tamales de mole, verdes y de rajas; mole de olla, chiles rellenos. Me había propuesto hacerle un pastel contando con su asesoría, pero el destino nos alcanzó y su apetito disminuyó. Mi preocupación fue en aumento y el último día que me habló fue mientras comía, días antes mi hijo en secreto le daba todo lo que se le antojaba; yo me aferraba a la dieta.
Fuimos compañeras siempre pese a nuestras confrontaciones, me dio grandes lecciones con su caminar, y para mí hoy eso es uno de los amores más grandes que he tenido, donde la guerra y el amor se sirvieron en el mismo plato. Mucho tiempo pensé que mi padre era la representación del amor, pero en mi caminar descubrí que hay muchos, dulces, amargos, tiernos e incluso terribles. Se transforman como la amistad, que pasó a ser una de amantes sin pasión, hasta su papá fue a mi casa por ella y nos prohibieron vernos, pero eso no nos detuvo, es el padre de mi hijo y con convivimos sin problema en las celebraciones junto con su esposa e hija.
Gracias por avivar la memoria y por contar momentos íntimos.
Saludos,
Amaranta