Hola, M.:
Yo también amo a un guitarrista, por eso te elegí como destinataria de esta carta. He conocido a mujeres que se sienten celosas de que sus parejas que se dedican a la música pasen mucho tiempo con su instrumento, pero yo no. Saber que Pablo acaricia constantemente las sinuosas caderas de su Stratocaster me llena de paz porque para mí eso es un indicio de que cuando ama, no tiene ojos para otra. La atiende, le da sus mejores horas y sabe exactamente qué partes tocar y cuáles acariciar para sacar lo mejor de ella. Creo que es una habilidad que cualquier amante que quiera ser memorable debería esmerarse en adquirir. ¿A ti se te había ocurrido una idea similar cuando ves tocar a tu esposo? ¿Te molesta que pase tanto tiempo practicando?
Mi Pablo es una dicotomía andante: es ingeniero y guitarrista. Ser ingeniero lo convierte en una persona con una rigidez de ideas y un hermetismo de sentimientos que no combinan con su edad. Su parte musical demuestra que es un ser sensible que usa la guitarra como tierra para descargar la electricidad que lleva dentro y sobre la que ejerce un control total: es como si sus largos dedos, tan largos y tan blancos, fueran un pararrayos que en vez de luz dejan salir notas aterciopeladas.
Te dije que sabe dominar la electricidad que lleva dentro y, de hecho, creo que lo que me gustó de él fue que vi salir chispitas de sus ojos cuando nos conocimos. No fueron azules ni blancas, sino destellos claritos que hicieron titilar sus ojos negrísimos y lo obligaron a entornarlos un poco para contenerlos; a lo mejor tenía miedo de provocar un incendio. A pesar de esa precaución, lo provocó. Primero las chispitas fueron indefensas, cayeron en la hojarasca húmeda de lágrimas de mi corazón que estaba partido por el divorcio.
Trabajábamos juntos, yo como promotora de cultura y él como integrante de una banda musical, por lo que nos veíamos con mucha frecuencia. Su plática inteligente, sus modales caballerosos (que tampoco corresponden con su edad) y su capacidad de recordar cuáles son mis flores favoritas (las astromelias) y mi combinación de café preferida (americano con leche caliente y menta), al principio me parecieron halagadores. Con el tiempo me di cuenta de que las chispitas que me lanzaban sus ojos cuando lo veía dejaban rescoldos que mantenían mi corazón tibio hasta el siguiente encuentro. Después de cuatro años, los rescoldos se convirtieron en un fuego que dio paso a un incendio tan volcánico que sabía contenerse cotidianamente y desbordarse solamente cuando era oportuno.
¿Has escuchado decir que uno se enamora igual a los 50 que a los 15? Pues es verdad, sólo que para este momento de la vida una es más cauta. Entre más grande la hoguera, más hay que alejarse para no salir quemada, y eso fue precisamente lo que hice.
Yo sé que mi Pablo me ama, tal vez más de lo que yo a él; lo confirmé por la rabia que le provocó que me desapareciera sin decir adiós, ¿pero acaso la mejor manera de apagar un fuego no es echarle agua sin titubear? Tuve que tomar esa decisión porque teníamos tanto en común que hasta compartíamos la cobardía. La suya no le permitió animarse a hablarle de nuestra relación a sus súper tradicionales papás; la mía me impidió admitir que lo amo delante de mis hijas, que son sólo dos años menores que él.
¿Qué se siente ser amada por un músico? ¿Tu esposo te ha escrito alguna canción? ¿Tu corazón brincotea orgulloso cuando lo ves tocar en el escenario? Me gustaría mucho escuchar una historia que sí tuviera un final feliz.
Saludos cordiales,
A.