Wenceslao,
Me gusta tu nombre. Me gusta mucho. Siempre me ha gustado la gente que repite el nombre de su interlocutor en medio de la conversación. Muy probablemente es una estrategia de comunicación asertiva, pero a mí me agrada. Cuando has dejado tu país, tu lugar, nadie sabe tu nombre. Nadie te grita en la calle “¡hey, Wences!”, agitando la mano y con la cabeza afuera de la ventanilla del auto. Así que si alguien repite tu nombre al platicar contigo, por insulsa que sea la conversación, Wenceslao, es como una caricia en el cabello, como cuando eres niño y te despeinan en un tierno gesto de afecto. Así que repetiré tu nombre.
Esta mañana me serví el desayuno en un plato que me regaló mi hija en mi cumpleaños. Le mandé la foto de un huevo sobre un pan, colocado en el plato mediano decorado al centro con el texto “l’amour” y en los bordes con formas de labios rojos simulando besos. Ella sabe que nunca varío el plato en el cual me sirvo el desayuno, que siempre uso un pequeño plato de cerámica azul y blanco que era de mi abuela, y que con ése me gusta empezar el día. Todos los días miro el dibujo de mi plato y recuerdo una entrevista que le hice a una ceramista que me explicó cómo las vajillas antiguas estaban decoradas con estampas que recordarían al comensal el origen de los alimentos que iba a tomar y esto ayudaría a abrir su apetito. El plato de mi abuela tiene una escena campestre donde a lo lejos se ve un castillo y en primer plano aparecen tres venados, uno pastando y los otros dos echados sobre la hierba. Las escenas de cacería o de pesca son comunes en este tipo de platos. Yo desayuno huevos, fruta o pan por igual en el plato de los venados, bordeado con despeinadas guirnaldas de hojas y moras.
Hoy vi el regalo de mi hija y acomodé la comida, tomé la foto y me dispuse a almorzar sin pensar en que no usé el plato de la abuela. Mi hija sí va a pensar en ello, Wenceslao. Ella sabe de mis obsesiones y manías más que yo misma.
La ceramista de aquella entrevista vive en San Miguel de Allende, allá la visité y tenía series completas dedicadas a “resignificar” las vajillas cerámicas de uso popular (marca Santa Anita, hechas en Saltillo) con imágenes icónicas de mujeres a lo largo de la historia. También hizo instalaciones con comales de barro que ella misma amasó y horneó. “Siempre vuelvo al tema de lo doméstico, lo femenino, el alimento”, recuerdo que aseveró. (Nunca transcribí esa charla, pues la revista en la cual la publicaría cambió palabras equivocadamente en una traducción que les hice.)
No he visto que un hombre regale platos o vajillas, ni que a un hombre alguien le regale este tipo de utensilios. En casa de mi abuelo paterno hay un juego de té, era de mi abuela. Cada jarrita simula la figura de una negrita con una taza de té en la mano, mientras que las tacitas son sólo cabezas de mujeres con sus turbantes coloridos. De niñas, íbamos al comedor a sacar ese juego del bufetero y ahí servíamos mazapanes y chocolates para mí y mis primas.
¿Leíste las cartas, Wenceslao? ¿Las del libro? No recuerdo que mencione ningún plato, ni tampoco la comida. Pero sí hubo una carta que me llamó especialmente la atención, la de la silla que se rompe y A’ida desbarata, ensambla y pega. Esta actividad la desarma a ella también y con sus palabras explica su realidad a X. para que siga siendo testigo de su vida, para enseñarle su mundo; igual que a un niño se le nombra todo lo que ve para que aprenda a nombrarlo como uno. Pensé primero que A. “materna” a X. en su forma de hablarle, luego pensé que el amor es maternal en sí mismo, pero luego, Wenceslao, concluí que es lo incondicional de su amor lo que me remite a su función protectora y nutricia.
Saludos,
Aurora