3 de noviembre de 2020
Querida D.
Gracias por tu regalo.
Intento ser parte de tu vasija, me introduzco en ella, intento caminar entre sus líneas, viajar en el automóvil que dibujas. Recuerdo que hace años que no manejo, he olvidado cómo hacerlo y para ser honesto, prefiero no recordar…
Por ti, lo haré.
Hubo una etapa de mi vida en la que establecí una relación extraña con los viajes en automóvil: tres accidentes en dos años. En el primero, choqué el carro de mi hermano, me distraje un momento y cuando intenté reaccionar, en lugar de pisar el freno, pisé el acelerador, quedé estampado en un poste.
El segundo y el más fuerte, fue el 12 de diciembre de 2006. Viajábamos a gran velocidad, mi primo conducía, yo estaba a su lado, era el copiloto. Escuchaba el sonido del viento que entraba por las ventanas, era lo que me permitía percatarme de la velocidad a la que íbamos.
¿Crees en los presentimientos?
Yo tampoco, pero sentía que algo no estaba bien, que debíamos ir más despacio; sin embargo no comenté nada, guardé silencio y seguimos avanzando, venía una recta larga que concluía en una curva muy pronunciada…
¿Por qué lo sé?
Era una carretera que transitaba en repetidas ocasiones con mi papá. Él era comerciante, trabajaba para el señor con mayor poder en el pueblo, el señor Romero, una persona terrible y explotadora. Mi papá trabajaba alrededor de 12 horas al día por una mínima cantidad, trabajaba de lunes a domingo y el único momento que tenía libre era el domingo por la tarde; el resto de la semana estaba dedicado a ese señor que se aprovechaba de la necesidad de sus trabajadores.
Si quería pasar tiempo con mi papá, tenía que levantarme a las 6:00 a.m los domingos para acompañarlo al trabajo y repartir la mercancía en las comunidades cercanas a mi pueblo, eran los momentos en los que podíamos estar juntos y era entonces cuando pasábamos por la carretera que te estoy contando.
Se acercaba el final de la recta y yo no sentía que mi primo disminuyera la velocidad, por el contrario, pisaba el acelerador. En el momento en que llegamos a la curva intentó girar, pero ya no tenía ningún poder sobre la camioneta. La camioneta giró en repetidas ocasiones hasta que caímos al río, me sentí entre el agua y me aterré muchísimo, no sé nadar. Lo primero que hice fue preguntarle a mi primo si estaba bien, la única respuesta era el sonido de los cortocircuitos producidos por el contacto de la corriente eléctrica con el agua. Después de insistir unas cuantas veces, logró responderme para decir que estaba a salvo, fue entonces cuando salimos del agua para pedir un aventón y poder regresar al pueblo. Cuando llegamos, la comunidad iba en procesión por el festejo de la virgen de Guadalupe; desde ese momento, mi mamá cree que debo agradecer a la virgen por seguir con vida.
El último accidente lo viví con la compañía de teatro en la que trabajaba en el CEDRAM, en una pendiente sumamente pronunciada de la comunidad de Cotija, en Michoacán. La camioneta en la que viajábamos se quedó sin frenos, abracé a Verónica como nunca antes había abrazado a nadie, pues asumí que sería el último de los abrazos. Afortunadamente no fue así…
Ahora que te cuento todo esto me doy cuenta de que ese momento me brindó la oportunidad de revalidar los abrazos.
Seguiré con la lista de abrazos pendientes:
1.- K.
2.- Diana.
3.-
4.-
5.-
… desde entonces, no manejo.
¡Te abrazo!
D.