De D. para H.

Mérida, Yuc. 15 de octubre, 2020

El búmeran:

El desorden del alma es un instinto iluminador
y no una enfermedad.
H.

H.:

Desde tu rincón miras mis ropajes, capa tras capa se amarran uno con el otro, cobran vida sobre mi cuerpo. Mis ojos no escuchan, mis labios no ven y mis oídos no pueden sentir, pero mis manos registran en cada uno de sus poros lo que alrededor sucede. Trato de atraparte, pero no estás. En algún sitio del tiempo transitas, caminas detrás de tus pasos. Aquí tengo tus palabras, vibrando ansiosas por romper el ciclo. Sin más lucha, permito que me lleves al sitio y hay lapsos precisos en que el plato de cristal estalla contra la pared. Odio escucharlo, odio lo que viene después.

¡Espera! No te muevas, trata de respirar por la piel y dile a tu corazón que abrace algún órgano vecino, esta vez quisiera huir desde aquí.  

Miro tus ojos llenos de miedo y te ignoro porque quiero mantenerme fuerte. Te arrastras por el suelo bajo la cama y crees sentirte protegido en ese cucurucho.  

Alcanzas a emitir un sonido cuando miras sus manos alrededor de su cuello. Logro tomar un calcetín y meterlo a tu boca, pero es inútil, ya te vio.

Sin pedirte permiso tomo dominio sobre ti, para que no sientas todas las heridas de esta piel que ahora tienes que portar.

Las horas se estacionan en las astillas que descansan en el suelo, mueves tu cuerpo y corroboras el grado de los daños. La rodilla quema y, con tus ojos aguados, miras la sangre que se escapa.

Contemplas la casa que reposa como un animal moribundo y que los objetos no se atreven a mirarse unos a otros. Detienes tu mirada en el nido de los cuerpos encapsulados, desnudos, tranquilos. Inhalas de una mano invisible dolor y saciedad. Te preguntas si eso es amor, qué grado o qué tipo de amor es ese y si a alguna parte de ellos perteneces. Se te figura que el amor es un verdugo disfrazado y entiendes por qué es tan difícil amar.

Te acercas a tu perro que se esconde entre unas cubetas y permites que vea los gritos arañando las esquinas de tus ojos. No lo piensas más, tu cuerpo se dirige a la puerta mientras la quietud te mira y te solapa.

Sales de esa boira, caminas por las calles vacías, iluminadas con lámparas anaranjadas y pasacalles de colores. La neblina cae sobre tu cuerpo como una sábana tímida, la luna te mira con su telescopio desde su ancho jardín y cada estrella pone un dedo en tu barbilla para que no veas el suelo.

Miras la piel que arrastras como un traje mal puesto, confeccionado en nombre del amor, del perdón, de la familia, de la resignación; sepultando sin compasión cada fragmento de todo tu ser.

Te detienes y me retiro. Son las 2:57 de la madrugada y te escribo mientras duermes sin saber que lanzaste un búmeran para alguien y sacudiste las aguas de otro mar.  

Conllevo los efectos, inquieta miro mis palabras atropelladas en mi cuaderno y trato de tejerme en ellas.

Puedes creer que al recordar todo miré de reojo mi rodilla. Creo que aún sigo entre los cristales del plato.

Antes de que algo te despierte, quisiera decirte que he encontrado en cada personaje de Amos Oz, enojos entumidos dilatándose. Sentí la necesidad de arrebatarle la pluma a Alec y escribirle a Ilana que deje de joder. Si no dio una vida en paz, que al menos dé una muerte tranquila. Me enoja, ¿cómo no pudo darle amor suficiente a su hijo?, ¿por qué idolatra las acciones de su actual esposo? Sólo piensa en ella y en su autocompasión. No puede ver más allá de quien ella es y de sus absurdas suposiciones.

Es catatónico darme cuenta de que Ilana tiene el rostro de mi madre, la descubrí mientras le escribía cartas a Alec.   

Ya no quiero abrumarte con todas las piezas despeinadas, te dejaré continuar durmiendo.

El reloj está cansado de verme deambular por la habitación, siento que en algún momento me cobijará para dormir.

D.

P.d. Si despiertas y ves una astilla de mi plato, guárdalo, regreso a buscarlo mañana (15 de octubre  4:15 a.m.)

“Vasija de la felicidad”