De D. para K.

Mérida, Yucatán, 23 de noviembre, 2020

Querida K.

He llegado a tu carta como una viajera desorientada y han sido tus palabras las estrellas en mi ubicación espacial. En estos días he sido absorbida por todo lo que hay que realizar, responder, hacer, fingir, disfrazar en mi andar cotidiano y no he alcanzado a mirarme. En mi escape, escribí algunas oraciones en las orillas de las hojas: “la mentira compromete”, “mentiras en pequeñas dosis”, “la mentira se hincha y se infecta”, “mis murallas como la adiposidad de Melvin”, entre otras frases que se estiran para tocarse una con la otra.

Sin duda somos aprendices y maestros de la mentira, aprendemos a mentir de la misma manera en que aprendemos a hablar. Le damos sentido, forma, tamaño, estilo, color y nombre. ¡Créeme!, te miente la persona que dice que no miente e incluso nos mentimos en el espejo por diferentes motivos. La gravedad de ello radica en el daño que provoca.

Están las mentiras inyectadas en pequeñas dosis de azúcar, las que se tejen en el silencio, las que se diseñan para una persona específica o las que simplemente flotan como los álamos de pelusa que, sin hacer daño, contemplamos.

Te cuento que a mi bisabuela de 101 años de edad la sentaban todas las tardes a la entrada de la casa. Le preparaban jugo de naranja u horchata y yo me sentaba junto a ella mientras se lo bebía. Siempre decía “hija, qué rico te quedó este jugo de guanábana”. No importaba el sabor que le llevara, para ella todos sabían a guanábana. Las dos éramos felices y nadie salía lastimado. De qué le serviría saber que no era yo la que lo preparaba, que no era jugo de guanábana y que tampoco era mi bisabuela.

Es entonces cuando pienso que la mentira puede ser una espada que atraviesa a alguien, un instrumento para defenderse de otros o una pieza de arte a la que sólo hay que contemplar. No lo sé, son nuestras intenciones las que la forjan.

Cuando llegué a la última hoja del libro, busqué por inercia alguna página perdida, algo que me confirmara lo que estaba pensando o que me diera la esperanza de que no termina como me lo imaginaba.

Sentí empatía por Melvin y de alguna forma culpo al hermano por todo lo que pasó. Fue su participación la clave en este juego de mentiras, pero ¿por qué lo hizo? Pudo haber dicho que no desde el principio, mencionar que no tenía tiempo, que hubo problemas con la correspondencia, no lo sé, decir mil cosas. Tal vez, como expresas en tu carta, él también fue víctima de la seducción.  Ahora un hombre hará todo lo posible para ir a buscar a una mujer que no llegará, y una mujer tacha los cuadros en una hoja para declararse culpable de ser alguien que no es.  

En la última hoja del libro Una forma de vida, añadí:

Nadie puede describir lo que en estos momentos él está sintiendo. Su mirada perdida sonríe con lastimosos esfuerzos y llora en silencio para que nadie lo juzgue. Ninguna mirada puede ver lo que sus pensamientos le dictan, le han sembrado la idea de caminar a un destino lúgubre, en el que cualquier acto simple pueda arrancarle el dolor y con ello la vida. Sin embargo, en la más fina esperanza, prendida como un insecto en su alma, añora amor, incluso sin haberlo conocido, lo pide.

Creo que hay algún tipo de valentía en quien enfrenta los efectos y las consecuencias de una mentira y para mí, Melvin lo hizo.

D.

P.d. A toda velocidad llegaste a este muro y dejaste un poema de Borges que he leído más de siete veces, y en cada leída me ha dicho algo nuevo. Te agradezco por ese regalo.

Te abrazo