Apreciado Juan,
Me entusiasmó que me escribieras una carta en el mes de abril. La respondo por la enorme deferencia que tengo hacia tu admirable trabajo en el arte y el honor de recibir tus palabras.
Te confieso que batallé para entrar hasta aquí. Lo hice de mala gana: checar el correo de un extraño, copiar la dirección, colocar una contraseña, picarle, entender el acomodo, abrir los documentos, ver las lecturas.
Recientemente he decidido escribir algunas cartas a mano. Uso una buena pluma fuente que chorrea la tinta, dibujo y escribo en el papel, doblo la carta, pongo el sello, escribo la dirección, le doy la bendición y la envío al correo.
Espero que el remitente la reciba. A veces recibo respuesta.
Escribí muchas cartas a finales de los ochenta y principios de los noventa: cartas a mis padres, cartas de amor.
A veces la emoción al escribir me hacía llorar y mis lágrimas caían en la hoja borrando la tinta. Dejaba que ese accidente fuera el símbolo que diera énfasis a mis palabras.
Me equivocaba en mis palabras y las borraba, las rayaba. Dejaba que se notara mi error. Me interesaba mostrar mi cobardía al decir algo o las ruinas que mi inconsciente ocultaba.
Las cartas escritas y enviadas por correo son como el coyote, el tlacuache y los objetos que habitan el desierto que describes. Sobreviven o desaparecen. Sufren accidentes, se pierden, se encuentran.
Y ésa es la impermanencia que tienen las verdaderas cartas en papel, las que esperan el destino.
Esta carta electrónica que ahora te escribo será grabada en un formato Pdf, se subirá a un servidor. No se perderá, será prístina siempre. Esta carta electrónica nunca mostrará mis lágrimas, mis errores, ni el gesto de mis letras.
Nunca mostrará mi desierto.
Federico Jordán
Saltillo, Coahuila. 28 de abril de 2021