Querida M:
Terminó el primer día del laboratorio, aquí era tarde, casi la media noche. Cerramos el espacio de la librería y tomé la calle 33-D rumbo a la pequeña glorieta en la que inicia la calle 17, todo esto en una colonia llamada García Ginerés en Mérida.
I.
El cielo después de las épocas del huracán vuelve a estar estrellado y la pequeña calle solitaria se llena de una iluminación nocturna a veces amarilla, a veces azulada. Al centro, entre las dos esquinas (de la que vengo y a la que voy) el espeso ramaje de un frondoso árbol interrumpe la calle (cae la vencida rama casi hasta tocar el suelo) como un gran fantasma, una sombra que oblitera un segmento del camino. Atrás, ya bajo las luces lejanas de la glorieta, se mueven formas negras y silenciosas en un rimo lento, con pausas. Parecería que caminan, esperan y vuelven a andar en ocasiones cruzándose, formando un solo bloque; pero también separándose, creando la distancia que retoma el brillo pardo del pavimento.
Son perros callejeros reunidos en silencio; un conjunto de pasos, de altos, de vueltas y regresos junto al pequeño obelisco, un monumento triste, un emblema vertical y ellos moviéndose (siempre en la lejanía) como en un raro ballet que toma la calle iluminada extendiéndola o recortándola… Mientras me acerco, voy distinguiendo con más precisión los cuerpos, las patas aparecen más altas, más ágiles en su desplazamiento y más garbosas en la inmovilidad. Hay un estado de alerta sigiloso que explora el mundo, más no lo violenta. Digamos que están en el lugar deseado. Es una noche de encuentro de la jauría callejera que no había visto por la zona; sin duda es la hora.
Pero no, tal vez es la primera vez que se encuentran en este lugar y soy yo el que inventa un posible ritual. Paso sobre paso me acerco a la pequeña comunidad, desde lejos me distinguen, me observan. Imagino que habrán de ladrar y deberé ser resistente para no reflejar el miedo. Pasaré como si nada pidiendo disculpas en mi interior. Un pie y luego el otro y así… No ladran, qué respetuosos, tal vez fríos. Algunos han dejado de verme y tienen los ojos prendidos en la lejanía, otros me siguen (quietos) con la mirada, ¿pero no van a ladrar?
II.
Recuerdo el Estambul perruno de Una sensación extraña (Pamuk 2014). Una ruta donde el vendedor de yogurts atravesaba las calles formulando las estrategias para mostrar un cuerpo controlado ante las jaurías nocturnas, permitiendo que se abrieran las aguas hechas de ladridos y bultos intranquilos. Sin embargo, hoy, qué asombroso silencio… de no verlos nadie diría que están ahí. Ocho o diez animales me saben, me observan y es claro que mi silencio no es su silencio: yo lo produzco y ellos lo tienen, lo han traído a la noche como una forma de estar, yo lo contengo, lo mantengo; hay algo de parecido, aunque no es lo mismo.
Ahora también recuerdo tu narración en el laboratorio: la acción de leer a tu compañero la historia de A’ida como ese canto amoroso que permite decir eso que ya es pero que, en la sonora palabra, toma la forma de lo que en la costumbre ya no se nombra. Esta es una increíble historia verbal que repite el sentido.
Tu acción desdobla el texto en la palabra que a su vez se desdobla en la sensación. Por contraste, mi situación es una presencia muda que se repite sin alcanzarse. Entre ellos y yo hay dos silencios, uno que está y el otro que atraviesa tratando de comprender (sin alcanzar) mustiamente el sabor de lo otro.
III.
Lo que te cuento parece insinuar los bordes de un raro tejido o de un puente ficticio, pero no; es tan real como lo que pasa en mis sueños. Todo se reúne en la burbuja de un posible universo, en el globo de un texto hecho de tu palabra que repite la palabra y mi silencio que repite el silencio. Uniendo los dos actos puedo entender el ancla, el áncora, el giro del engrane que al separar empalma.
Me da mucho gusto reencontrarnos para escribir, para juntar eso que nos pasa cuando salimos de la realidad y sobre todo para divertirnos cuando regresamos de ella.
H.