De H. para A.

Aún no es el final, y además una preguntita difícil 

de contestar: ¿cuánto tiempo puede conservar el 

chocolate sin que se eche a perder? 

Franz Kafka /Cartas a Felice/1912 

Aurora: 

Me gustó tu carta. Tienes una cálida forma de contar las cosas, las cosas, las cosas… ya a la mitad del texto me sentía reflejado en tus recuerdos, los objetos llegaban a ti (o a mí) como una ofrenda afectiva que cuenta una historia y lentamente se separa de su función desdoblando la materialidad de la vida diaria. En el epígrafe cito a Kafka en una de sus cartas a Felice porque él hace su extraña pregunta sobre el chocolate después de contar el largo camino (la transcripción del recuerdo) de aquel día en que se conocieron. El chocolate al mismo tiempo aparece como arbitrariedad (una moneda que cae a la mitad de la extensa calle) y como elemento doméstico (un algo que cotidianamente encuentra el cuerpo). 

Repito tu nombre, Aurora, y digo que coincido con los platos del recuerdo. Imagino el de cerámica azul y blanco de tu abuela, y en una proyección de lejanas diapositivas, empiezan a pasar por mi mente los platos de la vajilla en las cenas del mundo de mis padres. Sin duda la recibieron de mis abuelos maternos, y se guardaba escrupulosamente en el antiguo trinchador del comedor de la Santa María. 

Tú comentas una entrevista en la que una ceramista explicaba cómo las vajillas estaban decoradas con estampas que recordarían al comensal el origen de los alimentos; lo fantástico de esta vajilla familiar era el motivo principal: fábricas, molinos, paisajes industriales; pequeñas imágenes, dibujos coloreados sombríamente al centro de los platos blancos. Lejos, al borde, dos líneas remataban la circunferencia, una azul y la otra dorada. 

Siguiendo la idea de los comensales, éstos (los de mi rara familia) deberían tener una seducción por los efectos de la revolución industrial y el premonitorio tempero de las mudanzas tecnológicas. En las cenas navideñas, de niño, me gustaba hacer juegos con los guisos para casi encontrar (pero esconder lo más posible) la imagen que me había tocado. 

Bueno, pues todos se murieron… no, miento, todos se fueron muriendo y un día, revisando los muebles abandonados y vacíos de la antigua casa, me encontré un único plato en el antiguo trinchador. Como por sorpresa recordé a mi madre y su voluntad de guardar los objetos y los amores. 

Estaba solo, olvidado, sin protección (hablo del plato); todo esto en frente de mí y mi maraña de memoria. Lucía como una arbitrariedad, como un descuido, como el chocolate de Kafka que no había alcanzado a descomponerse. Su vida de ahí en adelante tomó el paso y los golpeteos que dan pulso al recuerdo: del guardado en la alacena al plato del desayuno, luego receptor de velas para funerales privados de perros y al fin, sustento para la maceta de la aralia sieboldii, en la sala (fuera día, tarde o noche) junto a la ventana de mi departamento. 

Ama, (qué nombre tan explícito) dice A’ida, “estaba un poco enamorada de él”, se refiere a Rami, y se pregunta si decirlo así es una cuestión de volumen. Para mí ese “un poco” es un elemento fundamental para hablar de lo que se quiere sin descomponer lo querido con imposiciones absurdas; es filtrar el deseo que sin duda afecta a un receptor ideal. En cuanto al volumen, si fuese así como lo dice, creo que yo casi siempre he preferido conservarlo bajo, como un rumor que invade a los seres y las cosas con una discreta luz o una casi imperceptible sombra.

Después de un año de pandemia en mi cerrado depto. de CDMX, la aralia, agotada por el abandono, fue llevada al jardín de un amigo y el plato quedó solo, sucio y percudido sobre la duela de fresno, siempre junto a la ventana. Cada tarde, la luz transversal que marca la persiana, pasa sobre el tejado de la fábrica. La vieja alegoría industrial, casi perdida entre manchas, aparece adivinada en el residuo amoroso que recorre los antiguos quereres… mantenido con muy bajo volumen.

Humberto