De H. para K.

Estimada K:

Son las seis de la tarde, estoy en Áncora, esa librería innecesaria pero tan necesaria para mí. Estoy como en una vitrina, en un juego de planos trasparentes rectangulares donde se observa la entrada al estacionamiento de la plaza trasera del teatro Colón y un segmento de la calle 31-D en la García Ginerés.

Es un sábado (un día de septiembre del 2020) y me he quedado solo a la mitad de un paisaje citadino. Diez minutos antes de este silencio terminé el libro El año del pensamiento mágico (Joan Didion, 2005) y me siento abandonado pero perteneciente a una escena de soledad citadina. Nadie pasa, me imagino ser visto desde el exterior, sentado, escribiendo dentro de esta caja de grandes ventanas llena de libros, como si fuera un personaje de un cuadro que hubiera podido hacer Edward Hopper en Mérida; sí, una desolada escena en tropical versión Hopper.

No sé si estar solo y morir son procesos que en algo se parecen, imagino que sí, por lo menos así lo siento. Vera se quedaba tranquila viendo por la ventana del nuevo pero antiguo edificio del Old Market en Omaha y también parecía un personaje de Hopper. Sólo que entonces yo la veía desde algún lugar que me separaba del paisaje y ahora, al contrario, yo estoy adentro. Como un pez que nada escuchando el ruido de las burbujas, observo el rugoso espacio de una sala sombría. El vago rumor son los ventiladores, muebles y muros podrían ser los árboles y el desolado pavimento de una calle desierta. La noche casi entra en las calles, en los ojos. Cuando murió Marc, Vera miraba lo cercano como si estuviera lejos. No era precisamente la mirada perdida sino una forma de ver lo próximo en el horizonte. Tal vez soy yo el que ahora empieza a distanciarse de la realidad para sentir lo real esperando atrás de la sombra. No es que presienta la cercanía de la muerte sino, más bien, el suave vaho de mi soledad reflejada en las calles invadiendo con gritos de silencio el impenetrable futuro.

No quisiera irme pero tampoco quedarme, no pertenezco pero soy (también podría decirse al contrario). Recuerdo el olor de las alfombras de un viejo hotel de San Antonio cuando apenas tenía 12 años. Olía a lo mismo, era el humor de los que se fueron, todos esos que estuvieron antes de que yo llegara y, en el momento de sentir el aire podía, ¿cómo decir?, reconocer el sabor de lo otro. No servirían las calles vacías si no hubiera estado la fiesta humana recorriendo la brillante mañana. No serviría mi silencio si mi boca y mi cuerpo no hubieran perdido su límite en cada caricia, en cada palabra.

Voy al documental sobre la vida de Didion: en algún momento ella comenta que no se lleva muy bien con eso del amor, como si no estuviera entre sus prácticas cotidianas. Nadie puede dudar de su fuerza emocional y sin embargo su distanciamiento me pareció muy sensato. 

Amar la vida o amar a alguien son sentencias que puedo usar porque el verbo está en infinitivo. Se enuncia la función pero eso no incluye la acción. La neutralidad verbal aminora la carga. Realmente creo que todo tiene que ver con una carencia en la construcción afectiva, que debería ser estabilizada por el propio sujeto; si es necesaria e indispensable otra persona la cosa ya va mal, y si sólo puede ser una, la cosa va peor.

No quisiera irme pero tampoco quedarme:

amor, un poco tarde

-sí, un poco tarde, amor

amor, un poco triste

-sí, un poco triste, amor

Regreso a los cristales, menos Hopper (1942) y más Allen (1979).

Nueva York, 1984, después de un desayuno con pancakes, en la puerta de cristales del Doral-In sobre la quinta avenida -es importante el background y el rumor de La pesca de truchas en Norteamérica (Brautigan, 1967)-, Susana dice “descubro que te amo” con ese acento americano, la e” cercana al paladar, casi como una “i” que parece “e”. Y ahí, en ese momento, no me molesta, porque me habla de lo que descubre y no de mi obligación. Ella viene con su marido que también es mi amigo y sin embargo no siento pena (él no la escucha).

Recuerdo haber pensado que si me hubiera dicho solamente “te amo” me habría descompuesto el día, pero me dijo otra cosa, me comentó un descubrimiento propio que quería compartir. Creo que a nadie se le puede decir “te amo” sin crear el peso infinito del deseo del otro. Ella acostumbraba exclamar con gran ironía la expresión bendito sea Dios” cuando pasaba algo inesperado; tenía una mirada antropológica que rescataba los dichos populares mexicanos con la gracia generosa de una gringa en el exilio. Pero la e” era más íntima que eso, corría como un esfuerzo extendido, como una intención aguda, como la demostración de indudable presencia. Ante ese descubrimiento contesté «bendito sea Dios”.

H.

26 de septiembre, 2020