De H. para K. y todos los que hablen de patos.

Querida K.:

Pues resulta que estoy en ese grupo de los que aman a los perros y por tanto estoy presto a responder… ahora me toca a mí escribirte en medio de la tormenta tropical Zeta”. Quiero imaginar que ese pasar por Yucatán el día que envío esta carta es una confabulación del destino climático para homenajear a Maya, la muy difunta perra de Trotski.

Me parece increíble que en algún momento se hayan mezclado los perros de Raquel y también los tuyos con los patos de Andy, porque son dos tipos de animales (si quiere Breton les diré bestias) que han participado en mi vida haciéndola más alegre. Los perros llegaron como entes vitales que en todo momento han mostrado su interés de estar conmigo. No es que todos me siguieran, pero ya en el momento de pactar las responsabilidades de un contrato de intercambio afectivo siempre han sido los mejores cómplices del mundo.

Los patos, por su parte, tienen una intervención simbólica de carácter formal. La mayoría de los que me acompañan están disecados. El primero llegó cuando me despedía de una escuela de artes donde había dado clase y en la que siempre entraba al taller de dibujo tratando de platicar con el pato modelo que los alumnos representaban. Era divertido para todos y el animalito muerto me parecía un ser triste, personaje con un toque tenebroso integrado a mi propio juego. Pues bien, me despedía de esa escuela y Sergio” (el maestro del grupo) un poco representando a todos me regaló el pato disecado. Yo apenado, yo dudoso, yo pensando si podría tener un animal muerto en mi casa, yo enamorado de ese objeto que producía angustia y ternura (pretérita).<x/p>

Llegué a casa. La primera pregunta era, ¿dónde lo pongo? Recorrí los posibles escenarios y llegué a la conclusión de que el mejor lugar era sobre el espejo que está en el lado derecho de mi cama… libre, ligero, como un animal al vuelo que nunca terminaría de aterrizar sobre mis sueños. Le llamé Silvestre y ha sido un fiel compañero de mis amaneceres por más de 15 años. Tiempo después, un coleccionista de Guadalajara me sedujo con dos medallones en madera, de principios del siglo pasado, con patos disecados en su interior: eran como dos pequeñas vitrinas con un sombrío humor; la decoración perfecta para el cuarto de ejercicio. Y seguimos. Hace seis años, Ernesto, de la Casa Viriathus, me mostró otro pato cerrando las alas, extendidas aún pero intentando detener el vuelo, y rápidamente comprendí que se vería maravilloso junto a la pierna prótesis de baquelita de los años 50 que cuelga en mi cocina bajo el antiguo tiro de un horno desaparecido. No han pasado ni diez días de cuando el mismo Ernesto me envió la imagen de un pato de madera antiguo levantando el vuelo, y de sólo verlo supe que era para mí. Había pertenecido, me dijo, a una colección de objetos de Robert Stack, aquel actor protagonista de la vieja serie televisiva Los intocables (él era quien representaba a Eliot Ness). El pato luciría magnífico junto a la tenebrosa imagen She brings the rain” de Isa Marcelli y el antiguo capelo protegiendo la botella de vidrio blanco estambulí, en un rincón de mi estudio.<x/p>

Pero en fin, basta de patos maravillosos, regreso al tema principal, los perros… ¿por qué pienso que son cómplices? Recordemos la novela de Patrick Modiano, Accidente nocturno, donde el personaje un poco desequilibrado sigue a un perro en las calles de París, desde LAlma hasta La explanada de Trocadero. Un perro de la misma raza de aquel que vio que atropellaban en su infancia. Sin duda era un perro negro conductor (con una plaquita y un teléfono grabado) para llegar a un bar llamado Vol de Nuit, donde descubriría su inasible futuro. O el fiel perro de peluche (valga el cambio del objeto por el signo) de Rodrigo de Souza en Todos los perros son azules. Él (el perro) es testigo, junto con nosotros, de toda su increíble locura.

Los perros son cómplices porque su presencia está llena del afecto no entorpecido por la representación de la palabra. Pueden ver nuestra inteligencia y nuestra locura con la misma fuerza que nuestros ojos pongan en el negro atento de sus pupilas. Nos dan mensajes secretos, nos llevan por caminos insospechados para mostrarnos los seres que estando ahí, nunca veremos; nos hacen creer que nos acompañan (tal vez es cierto) pero, más allá de eso, transforman nuestro deseo en creencia. Son de las pocas bestias (siguiendo a Breton) que juntan poder y amor sin saberlo, sin pretenderlo.

A mi parecer, Trotski amaba a su perra y Breton pensaba que las bestias no podían amar. Hablaban de cosas distintas. Breton suponía un amor recíproco; amar de un solo lado no le funcionaba bien. Y es un poco cierto que amar es un término corto para nombrar eso que sienten los perros y que nosotros a veces (por suerte) podemos vivir. Voilà la pena de Trotski.

H.

30 de octubre, 2020