De H. para L.

Mi estimado Luis. 

Un día te conté de aquellos desperfectos en el cuerpo y la memoria que casi me detuvieron a la mitad de Estambul. Te invité a participar en un proyecto en el que las burbujas del duelo podrían, como drones, hacernos flotar en los paisajes de la melancolía de esa antigua ciudad

Tu participación se enfocó en encontrar el lugar donde yo había tomado la emblemática “última imagen”, lo buscaste en Google Maps y enviaste cómplices afectivos que pudieran comprobar los fantásticos hechos. Claro que nada coincidió y bien se veía que mi torpe memoria señalaba registros fonéticos pero no fonémicos. Tú te divertías con el lugar supuestamente posible pero inexistente; ése era tu eslabón creativo. Luego te comenté que tal vez la foto seleccionada era la mejor pero no la más cierta (había borrado las otras imágenes en el teléfono) y así descubrí que en el centro de la que quedaba había una mujer con un gran manto… ella era uno de los participantes del aquel viaje, buscaba las energías de Santa Sofia para proteger su cuerpo

Todo esto te lo cuento porque esa dama, la de la foto, estaba como testigo en el lugar posible pero inexistente. Es un personaje de la última imagen que hace muy poco, igual que la calle, cambió de lugar. A ella me dirijo en esta carta que, al final de cuentas, nunca le mandé. 

Va como cartografía afectiva de tu pieza: 

Querida F.: 

Entonces, con ese acento claro que marca, no una duda ni una ambigua decisión sino más bien, el tono seco y franco de quien ha concluido una plática, te despediste. Lo habías pensado, dijiste, y no le encontrabas más objeto a esa relación nuestra. Podíamos seguir siendo amigos pero de lo demás la decisión era no. Valía el momento para decir que marcaste distancia porque estabas muy ocupada, pero que en verdad te habías dado tiempo para pensar, tratando de comprender si eso era lo que querías. 

Antes de despedirte te agradecí la franqueza, te la agradecí porque la acción implicaba una voluntad de verdad en el uso tus decisiones y acciones. También te lo agradecí porque en mí habita una larga historia de afecto que me permitió construir muchas cosas; te lo agradecí porque cada actitud tuya, fuera dulce, protectora, severa o controladora, siempre estuvo impregnada de una incomparable generosidad. Te lo agradecí por el pasado gratificante y el presente instantáneo, sin rodeos, drástico. 

Sabes que tú te despediste y yo no pude colgar el teléfono, esperaste un momento, respiraste hondo (tal vez con fastidio) y luego colgaste. Ahí fue cuando empezó a aclararse el vacío. Yo no podía colgar y no iba a hacerlo, un vacío no se llena cerrando una caja o desactivando una señal. Un conjunto de formas cotidianas inició su casi imperceptible proceso de degradación: voces y luces diluidas en ese tenue y opaco tono que disuelve el contorno. 

Me acerqué hace muchos años por lo mismo que tú ahora te has despedido, me asombraba que tuvieras tan poco de lo esperado, me asombraba que estuvieras presente con esa incomprensible cercanía. Podía reconocerte sin saber mucho de ti, digamos que estabas en un futuro del que sólo conocía el pasado

Hablamos poco, a veces mucho y de nuevo poco, pero llegamos a ser una posibilidad en eso que tienen los solitarios viejos de pensar que aún se puede remodelar el deseo. Desear, desear, el objeto perdido o nunca alcanzado, desear a imagen y semejanza de lo que fue. Desear (bien decía Garro) con el recuerdo proyectado en el porvenir. 

Algunas veces comentaste que tendríamos que tomar decisiones, que no se veía claro cómo sería nuestro futuro. Tú buscabas la claridad, yo por el contrario huía de ella. Tú querías ver y yo quería mirar. Tú vislumbrabas en el futuro la reiteración de lo construido y yo intentaba enredarme con el flujo que todo lo cambia. ¿Cómo ser otros sin serlo? 

Luego entendimos y nos fuimos educando en las múltiples diferencias. Tú tenías el camino honorable de una familia, de un matrimonio que daba como cosecha un alimento grupal con algunas irremediables pérdidas: el esposo, la madre, la tía; pero también con beneficios: la unión de una comunidad que festeja en el ritmo de las estaciones la memoria de la vida

Yo, al contrario, había trajinado con múltiples trastornos afectivos: el alcohol, la ansiedad incurable (que por suerte se escondía entre los libros), una madre severa, un padre generoso pero en tiempos lejano, una extraña soledad recorriendo las noches sin sueño. Experimentaba con los cuerpos sin género y sin tiempo. Sí, en un común denominador de las buenas costumbres era un poco amoral, con una aprehendida honestidad aunque, en el fondo, en el correcto canon de una familia media, católica, mexicana, digamos que no sabía ver la (tan clara) verdad de las cosas. 

Éramos distintos y decidimos acompañarnos por varios años. No era lo que querías y no eras lo que quería. Tú esperabas al hombre que se había ido y yo quería tejer en el flujo que sin duda se desvanece en el horizonte que acerca su borde. 

El tiempo que jugamos a parecernos fue un buen momento de la vida. Un tiempo de madurez pródiga aunque en ocasiones insatisfecha. Tú siempre deseabas una totalidad en la cual nos iniciábamos. Nunca me atreví a decirte que no sabía cómo fundar relaciones con estuches ficcionales que luego, con el tiempo, producen el desprecio de la irremediable insatisfacción (la muestra es hoy). Tú querías integrarme a una familia, yo quería explicarte que era eso de lo que huía. Tú imaginabas los requisitos de la posible imposibilidad. 

Cuando tu hermana murió, te quedaste enfrente de mi mundo fallido. Nunca lo habrías visto así si no hubiese faltado esa pieza de tu tablero. Ya sé que ahora no necesitas nada, soportas la ruta honorablemente con los tuyos, esa burbuja en la que me voy perdiendo sobre el desenfoque del paisaje. 

Con todos esos errores éramos flujo: reímos, viajamos, nos contamos la vida y eso te lo agradecí en esa llamada. Tal vez yo me fui antes, cuando no pude jugar tu juego y no supe cuál era el mío. No voy a colgar la llamada nunca, no tengo por qué detener el vacío del que formas parte… ese universo extendido como un tejido barroco hecho de la vida diaria en el que ya no estamos ni tú ni yo. 

H. C.