De H. para M.

Querida M.

Sin duda hay razón en tu creencia de que las distancias no existen si la imaginación puede atravesar el espacio y completar los segmentos vacíos, no comentados, que se han quedado sueltos en la narración. En lo que no estoy de acuerdo es en que pienses que eres intrusa en este universo encapsulado. Como dicen popularmente, tú estás invitada a siempre entrar por la puerta grande (que es chica) y participar de la sombría atmósfera, turbiamente contrastada con la luz ámbar que ilumina desde la mesa de trabajo la pequeña sala. El techo de ese segmento de la casa no es alto y el abanico es lateral.

Cuando des unos pasos, después de un arco central que divide el pequeño estudio, no encontrarás la elegancia geométrica de Corby (ése sí que es un artista de mi generación, nacimos el mismo año) ni aparecerá alguna de las mujeres de Veringer. 

Verás un segmento de cuerpo masculino de un antiguo grabado médico del siglo XVIII donde se separan segmentos de piel para mostrar las capas que recubren nuestra vida, también encontrarás sobre una larga mesa un conjunto de capelos protegiendo alguna figura móvil antropomórfica (un maniquí articulado oriental) o diferentes botellas traídas de los viejos mercados de Beyoglu, sobre ese antiguo camino que desciende hasta el Cuerno de Oro; un olor de mar, de voces lejanas, del Mármara encerrado en cápsulas transparentes rematadas con el polvo-sombra que cubre los libros, detenidos por solemnes monjes de madera. Ahí se retiene la historia de Bizancio.

En la segunda mesa aparecerá un reloj gótico junto al antiguo ábaco que ha tocado los dedos de decenas de hombres por cientos de años; ahí, entre las cuentas, están las texturas y los colores que unen el espacio. Tienes razón, como en una pequeña galería encontramos el cuadro del perro negro justo a la izquierda de las rojas gargantas del Tiempo muerto.

Es raro que pienses que he salido a caminar. En la esquina contraria, junto al baúl, ahí donde brillan los bordes del equipo de sonido, ya metido en la sombra, está mi sillón azul y aún más, yo estoy sentado viendo cómo recorres la casa. Te saludo con voz tenue, pero tú no me escuchas. Te deslizas en otra dimensión observando mi gabinete de objetos innecesarios: los bastones, la pierna prótesis, los perros de terracota, el pato disecado, el viejo zepelín en el muro.

Las antiguas vitrinas reflejan la luz externa y apenas muestran los lomos de libros envejecidos prematuramente por la humedad. ¡Bienvenida a esta instalación íntima! El húmedo rozar en tu mano derecha es la nariz de Valentina que con sus cientos de manchas se desplaza sigilosa tratando de reconocerte… al rato te empujará la mano para raptar el toque de su sinuosa cabeza que por ratos se pierde en la sombra.

Los dos estamos contentos de tu llegada. Te irás acostumbrando a los espíritus de la casa, a las trampas de aire, a las voces que se callan antes de hablar, a los dulces rumores insinuando (a los objetos temerosos) que el tiempo no volverá; por suerte no volverá. Al final del pasillo que atraviesa la casa, en el taller del fondo, se puede ver un pesado reloj Dèco y abajo un pequeño cajón de madera, con paredes de tela de gallinero, que guarda las cenizas de mis perros muertos. Sobre la superficie aparece una lámpara de queroseno con un caracol rosado como si fuera el fuego, a la derecha se distingue un recipiente con flores blancas que, como un toque de luz, iluminan la noche de los otros.

Muy bueno es tener estos encuentros para compartir por carta lo que no está en las palabras, pero que sin ellas ya nunca estaría. Llevamos años de conocernos y en estos rituales del tiempo, es una fiesta encontrarte de nuevo.

Esta es tu casa, agradezco tu ingenio para viajar de lejos y venir aquí, con la mirada que comprende los secretos de la otredad.

H.