Querida M.
Tomo tu carta que es para S.S. porque algo de lo que hablas me toca a mí, es la playa y el mar una posible ruta para explicarme, para explicarnos la relación entre el amor y el poder. Sin duda uso los referentes como repeticiones que se multiplican en la voluntad de decir…
Yo soñaba cada día poder alcanzar la playa (se acercaba y se alejaba), se acerca y se aleja el margen del agua que cae del horizonte con formas ondulantes; serpentinas rodando por la tarde que aproxima y extiende la voz sobre la arena. El propio cuerpo y el mar. Sí, el rostro reflejado en la pantalla y, a la manera de las olas… se repite la sentencia hasta perder la identidad en el silencio. Forma fiel de un sueño que se ejecuta dentro de la gran maquinaria del universo: túneles, vías, caminos sinuosos plagados de temores deslizando los datos que conforman el poder y la norma.
Yo soñaba cada día poder alcanzar la playa… esa frase tranquila regresa y se repite como las olas para recordarme la vergonzosa forma de los sueños, para llenar mi cuerpo de la falta. Tenía un sueño que nunca alcancé. Sí, sí, recuerdo la playa, estuve en ella, caminé dejando mis pisadas en las húmedas partículas. Pero estar en ella es un acto que no se parece a la potencia de poder alcanzarla.
Hoy te hablo del poder que envuelve nuestros actos con la forma de los propios actos. De joven escuchaba y leía historias sobre todo eso que sucedía en el mundo parisino, estaba seguro de que era un lugar ajeno ubicado fuera de mí y la apuesta a lograr era llegar, estirar ese espacio atravesando la extraña dimensión de la lejanía. Viajé con un amigo, creo que inventamos que nos amábamos para tener más potencia en el viaje. El acto de estar ahí en nada se parecía a todo eso que había escuchado. Cuando llegué al lugar, todas las cosas, las calles, las fachadas, las casas, las banquetas, las ventanas, los cafés, las brillantes luces de la noche, los festivos encuentros por las antiguas avenidas, las personas llegadas de cualquier parte del mundo, el esplendor de fuentes entre los jardines y las voces reflejadas en las fachadas de piedra, todo, todo eso no estaba en mi imaginación. Eran actos sin potencia o, más bien dicho, un gran desorden generaba una nueva potencia que reproducía las formas de algo que no estaba en mí.
Los actos entraban en el cuerpo y devenían forma propia. Las antiguas imágenes (esas de la otra potencia) se fueron olvidando: no más amor sino amistad, no más amistad sino compañerismo y luego la solitud (que no la soledad) tejiendo nuevas formas de ser. París era un vivo rumor desvaneciendo el pulso de un recuerdo.
La nueva casa ahora era propia, digamos que un filtro otro había organizado las piezas del puzzle para ver un nuevo paisaje. Los actos ya eran mis actos y una fuerza silente desplegaba en mis ojos la mirada que cree que ama y, por qué no, puedo decir que amaba el debilitamiento del vértigo en la transmutación.
Poder estar en París y estar en París no es lo mismo, el sonido de los pasos en el camino nos hace concebir el cuerpo como una materia que confirma los hechos. La nostalgia no está en el lugar sino en haber podido estar en él. Es un cúmulo de potencia en reposo, como un líquido denso que sólo refleja las antiguas y las nuevas esperanzas. Todos vemos el agua de los charcos después de la lluvia, están llenos de postes, de casas, de cielos que no alcanzan a madurar para volverse materia. Amar ha de ser un destilado de la potencia y poder construir un universo matérico, un triunfo de la acción.
Yo soñaba cada día poder alcanzar la playa… Esta fue la frase que repetí para validar mi voz en el trámite de mi firma electrónica en la Secretaría de Hacienda y Crédito Publico, y mi amigo murió hace más de 10 años (ya ni amor ni poder).
H.
2 de octubre, 2020