Mi estimado P.
Esta es la última carta que me toca enviar y he decidido repetir el destinatario. Creo que las voces van y vuelven en el tiempo uniéndose por palabras que estaban dichas antes de decirse.
Las cartas, las cartas, las cartas, las cartas que hemos mandado y luego tu discreto asombro después de encontrar las del tarot, que creo que también eran tropicales pues, según creí ver, eran las de Marsella. La primeras, y por cierto muy sofisticadas, fueron las de Filippo María Visconti en el siglo XV, luego nombradas Visconti-Sforza uniendo el apellido de su sucesor. Las de Marsella eran la versión popular. Para el grupo del poder eran un juego táctico político y para el vulgo un juego de adivinación. Sólo son 21 iconos numerados, bueno, 22 tomando la carta “cero” que al sumarse con cualquier otra siempre da el número de la carta sumada.
Como comentaba en una última sesión, el cero es el loco porque no tiene carácter autónomo. La imagen es la de un vagabundo que viaja con un itacate, acompañado de un perro (ayer comentaste que el tarot encontrado podía ser el egipcio y ahí el animal acompañante es un cocodrilo… otra historia…).
La idea de pensar al loco como un ser con facultades camaleónicas, con un gran poder de apropiación, me parece iluminadora. Al final de cuentas sólo consideramos un “sujeto” como normal cuando se acepta un rol que lo legaliza dentro de un sistema clasificatorio de prácticas sociales y, es más, presume que eso es propio y por tanto lo identifica.
Pero… si un personaje muestra lo que no es (es decir, si toma el número ajeno), ¿acaso miente?, ¿miente el que toma lo que el otro quiere como una forma propia?, ¿miente el que usa la apropiación continua como ruta de subsistencia?
De niño, cuando me llevaban a la ciudad natal de mi padre (Aguascalientes), acostumbraba bajar por la calle principal (Jose María Chávez) hasta la Plaza Central. En muchas ocaciones se me acercaba un joven de unos veinte años, un poco vestido de lo no propio; siempre predominaba un azul deslavado en el conjunto. Él me acompañaba por el camino diciendo un mar de palabras rotas (eso pensaba yo). Saltaba un poco al caminar y me miraba de forma acuática, como si sus ojos quisieran llorar, sus párpados se humedecían pero no llegaba a mostrar siquiera una lágrima.
Siempre estaba despeinado: al frente se veía un gallo de pelo engomado unido a la frente sin hacer una clara diferencia; como los muñecos de hule, sabes que empieza el pelo sólo porque cambia de color. Sí, tenía un rostro liso, pálido, un poco chapeado bajo los pómulos y eso acentuaba algo inexplicable: una suerte de loco fraseo visual en la movilidad sus ojos.
Creo que me gustaba su rostro o tal vez me agradaba que yo le gustara. Seguía sus pupilas tratando de ver lo que fugazmente aparecía, y en la ruta de ires y venires me descubría desdoblado en su retina. Creo que lo explico mal, me encontraba conmigo al final de sus ojos.
Cuando llegábamos a la plaza, él hacía una rara despedida, como si acariciara con su mano el lomo de un perro invisible que flotando mediara entre nosotros, y luego partía de regreso por la misma calle. Lo que me daba miedo en ese momento era que él se alejaba y yo era el que pensaba que mi cuerpo partía.
Pasaron años para que yo conociera la cartas del tarot y especialmente esa -digamos que la preferida-, “el loco”. Parecería que uno tiene que mentir para decir la verdad. A veces me imagino que en alguno de esos antiguos encuentros él se quedó en mi cuerpo y así, me permite convertirme en todos los seres que conozco.
Yo me fui en él y hace ya mucho tiempo que soy otro.
H.
18 de noviembre, 2020