De H. para P.

Me parece que atravieso el desierto sin fin 
para llegar no sé adónde, ¡y que soy a la vez 
el desierto, el viajero y el camello! 
Flaubert. Correspondencia

Mi querido (muy convencional) 

Mi estimado (mmm… burocrático)

Dejémoslo en Pedro:

Que la mirada del otro sea un asalto, que lo aceptemos y aparte que nos dejemos, es todo un proceso de redención amorosa bien explicado. Que el amor sea indefinido o que pueda servir casi para todo, sin duda es una buena manera de dar salida o hacer burbujas con sus nocivos o positivos efectos (depende de quién y cómo se use).

En fin, hablando de poder, hace años, puedo decir “cuando era joven”, sentía una extraña sensación de pérdida cuando era fotografiado. Ahora también la siento pero lo perdido en estos tiempos es la juventud, antes era otra cosa… creo que el objeto fotografiado. Creo que Barthes (que le pasaba lo mismo) hablaba de una incomodidad y parece que no era mala esa aproximación.

Me sentía incómodo porque la continuidad del cuerpo se detenía en una imagen y el plano segmentado me mostraba la ausencia de un algo que se puede sentir pero no ver. Digamos que perdía la mirada. Era yo existiendo pero sin ser, o mejor dicho, representando una idea de algo que existe atenuado por su estabilizada presencia. M. llegó a la librería y encontró una caja de libros usados no etiquetados. Ahí estaba McLuhan con su antiguo libro El medio es el mensaje. Creo que eso sirve para lo que digo (presiento que M. se aleja del libro). Como si en esa básica teoría de la comunicación el medio fotográfico absorbiera al emisor (el que deja su presencia registrada), lo comprimiera en un plano obligándolo a aparecer con sólo esos límites. Eso es, ahí está… eran los obvios límites de la figura biplanar los que provocaban el efecto represivo. El poder de la fijación de una imagen producía una experiencia de sumisión temporal que se extendía por todas las manos y todos los ojos que la tocaran, que la miraran.

Idriss, un personaje de Tournier en La gota de oro, viaja ingenuamente desde el desierto; va de Argelia a Francia buscando rescatar la foto que una turista le había tomado. El joven bereber cree que ha quedado a la deriva lo que debería estar con él. Hay creencias religiosas y populares que consideran (más antes que ahora) la fotografía como una suerte robo aurático. Benjamin, Barthes, Sontag y algunos otros autores del siglo XX, hablaron de ese rapto de la imagen, de ese poder ejercido sobre un sujeto que queda desprotegido ante el registro invisible pero visible de la imagen fotográfica.

No puedo decir mucho más enfrente de la explosión de imágenes digitales y sus desplazamientos virtuales en los últimos 30 años. Nuestros cuerpos se reproducen al infinito en diferentes ámbitos, se repiten, se transforman en esa apretada sintaxis mediática. Eso que me sucedía ya sólo es un guiño del tiempo.

Pero ese guiño me permite hablar de mi Sistema seccionado: una máquina que imaginé en los años 80. Era un gran cubo de papel albanene sostenido con una estructura de madera. Adentro se encontraba una copia un poco simplificada de una silla eléctrica acondicionada con torniquetes y bandas que permitían inmovilizar a un sujeto. Todo esto estaba hecho con el fin de llevar al extremo la función impositiva de poder de la imagen fotográfica. Como si el proceso de una obvia gramática de represión nos permitiera entender cómo el instrumento manipula al sujeto.

En la misma caja, al frente de la silla, estaba un panel movible sosteniendo una cámara que se desplazaba por las indicaciones que mandaba el modelo que ocupaba la silla. Sí, del lado derecho, en el extremo del brazo había un botón que accionaba un sistema que movía la Hasselblad 500CM hacia arriba o hacia abajo, para un lado o para el otro y permitía encuadrar una parte del rostro.

El sujeto estaba detenido en un dispositivo de represión excesivo y quedaba entendido que necesitaba al menos un poco de libertad para lograr resistir el proceso (un poder sin el mínimo de respuesta ya no es poder). El modelo, cada vez que sentía que ya estaba en su plenitud la parte encuadrada, apretaba el botón (libertad de aceptación) y automáticamente se pasaba a la siguiente foto. La cara se dividía en 9 partes, cada una en el mismo plano focal paralelo al rostro, pero con un centro óptico diferente.

El efecto era asombroso. Los rostros se extendían como platos para ensalada que permitían identificar a la persona de una manera extraña. Algo obtuso (diría Barthes) los atravesaba. No es lo mismo una foto segmentada en 9 partes que 9 fotos con ejes independientes integrando una sola imagen. Así son las gramáticas del poder, si tratamos de segmentarlas muestran lo mismo pero desconocen la unidad del sujeto. 

Que la mirada del otro sea un asalto 

Que lo aceptemos 

Que nos dejemos

Pedro, mira y…

¿Somos nosotros, nuestra imagen o lo que nos une y organiza?, ¿donde, dónde está ese poder?

Tanto de separar como de unir… el deseo de ser visto y mirar… el amar y el poder, casi se tocan en una caja negra o ¿por qué no? en una cámara lúcida.

H.