T.:
Tomo la ruta de cruce: leo la carta enviada para M. y descubro que hay caminos que se abren con seguir la rama.
La abuela le contaba a la tía que, al llegar el General catalán a las tierras yucatecas, que al pasar por Peto, vio a esa chica maya (la tía insistía en que era princesa y creo que lo decía para almidonar la estirpe) que podría completar la idea de un buen inmigrante (un poco conquistador) insinuada por Don Porfirio. Mérida era una tierra de blancos y la chica no lo parecía, pero el background del cuerpo militar importado, algo francés, algo español, reducía las distancias raciales. De ahí entonces que aprendió voces, palabras, idiomas.
Luego todo es una serpentina que te hace regresar y en cada vuelta hay un matiz que refrenda el origen. He llegado varias veces a Mérida, siempre quiero pertenecer, pero nunca lo logro (demasiado chilango para entender) y también me he separado, he partido en diferentes momentos, y nunca me desprendo del todo (demasiado no yucateco para aceptar). Así dicho, soy alguien que no sabe pertenecer, una suerte de extranjero en un lugar que también es mi casa. Nada como ser un extraño en tu tierra.
Poseer es poder: poder amar, poder hablar, poder tocar. En cada posesión una parte de nosotros detiene el objeto poseído, soy lo que amo, lo que digo, lo que toco. Por eso me gusta esta tierra: nunca soy todo ella, ni ella es toda mía. En muchas partes he pensado tener una casa para vivir; sólo aquí la imaginé para morir. Explico: no es que no viva en ella, sino que el lugar de atracción y desprendimiento está aquí.
Y sin querer ya he entrado al tema de la muerte, y bueno, pues puedo seguir: también pienso que poseer es matar, pero… ¿Cuál es el poder que se obtiene? Es algo parecido a conquistar el derecho a la presencia, a la fortuna, a la voluntad, al deseo; con la mirada propia destruir el paisaje; imaginar como cierto el instante anterior a lo visto. Sí, que la presencia no tenga la naturaleza de lo distinto, que no exista un lugar más lejano de lo que entiendo. Amar es poder y de alguna manera también es matar. Por eso es que da miedo la palabra, la acción, la práctica.
Pero, ¿cómo participar sin destruir lo ajeno?… Imposible. Sólo en la muerte se culmina el deseo; esa serpentina que se repite acercando el cuerpo al fuego, esa ruta de curvas pronunciadas donde casi se olvida el primer plano de gravedad. Ese juego de dados donde la suerte está en perder.
Tú dijiste al ser querido “estoy harta de tu existencia” y te acercaste a la curva que insinúa el precipicio que da forma a la curva que regresa a tu voz. Eso, con un poco más de velocidad sería morir y un poco menos sería olvidar.
Sigo dando vueltas para no decir la palabra que da miedo. ¿Cómo explicar mi fascinación por el lugar que… me gusta? Hago todas estas divagaciones porque, por suerte, tú indicaste que te gusta también.
Me aparece un flujo de comentarios rodeando el deseo que combina los ires y venires de una tierra que existe, más no alcanza plenamente a ser, ¿cómo explicar que en mí no está el resabio de lo que se siente sin saber? Estoy en el lugar al que no del todo pertenezco: un poco más lejano sería irme y un poco menos distante (sólo quedarme) podría ser morir… un lugar que… Uff, casi digo la palabra que da miedo… pero si lo hago, entonces sería matar.
H.