Querido Juan Martín
Me complace mucho leer tu carta y sentirme identificado con algunas de las situaciones que decidiste intimarme, los triángulos amorosos me parecen fantásticos mientras exista una capacidad de amar lo suficientemente fuerte para soportar lo complejo.
Cada 13 días, periódicamente, como aquel reloj que se quedó fijo en una fecha, pero acierta mínimo una vez al año, aparece el sentimiento recurrente de querer estar enamorado. Qué hace tan atractiva esta idea que sólo existe en nuestro imaginario, lo platónico, aquello que te mueve las fibras más sensibles y frágiles, lo que creías intocable.
Te cuento que llegué a Mérida hace aproximadamente 3 meses y mis emociones se han visto alteradas por un flujo de gente que toma y deja a su disposición. Mis sentimientos, abiertos como un libro que se quedó boca abajo sobre la mesa esperando ser leído, fueron tomados por cada usuario leyendo el fragmento que más complaciera a cada cual. La mayoría sólo hojea y vuelve a dejar en la mesa, la posición del libro siempre termina siendo casi igual a la original.
Amaranta fue una de las personas que se entretejió más adentro en este enredo. De por sí el nombre ya es bastante potente, malintencionada como en la novela de García Márquez. Pero sus malas intenciones eran poéticamente perfectas, me dejaron caer en una cortina de sentimientos delusivos que encajaban a la perfección con mis propias malas intenciones. En este enredo podemos asumir dos cosas:
1. Las malas intenciones se pueden ver naturalizadas como puramente eróticas, no grotescas, sólo el placer visual fundamentado en un nivel de transgresión sensorial impecable, que recae bastante en lo poético más que en lo sensual. En efecto, el deseo corpóreo venía sobrando.
2. Amaranta tenía una capacidad de llevar el amor al límite. Este amor se transformaba constantemente, gobernado por una corriente de sentimientos mercuriales una vez que sus intenciones se fijaban una meta. Ingobernable.
Las oleadas de placer parecían perpetuas, éramos insufribles, simultáneos, la marea llegaba por oleadas, cada una con más fuerza y cavando más profundo en el descubrir de la condena que, aunque para ella parecía no tener horizonte, ya le hacía cosquillas al remate.
Un gran amigo que se encuentra en este seminario me dijo un día: “amar es lo que no tienes al que no es”. Una frase precisa de aquel famoso psicoanalista francés. ¿Yo? Dispuesto a dar todo lo que no tenía con tal de tener lo que no era. Una paradoja perfecta, renunciar a algo inexistente, ceder mi supuesto de pretensión y poder picar nuevas formas de amar. Terminé siendo el mismo ingenuo al conducir el amor por las formas ya vividas y conocidas, sin darme cuenta de que el infinito de posibilidades, la potencia de los resultados, estaba siendo limitada por mi condenada capacidad de amar. Amaranta se fue de viaje para no volver, regresó, pero de otra manera, como si ya no fuera la misma de Cien años de soledad.
Al tratar de explorar la multiplicidad de otredades, cada una con su propia subjetividad, me encaminé hacia un bulevar donde establecí varias relaciones románticas simultáneamente. Cada una era un mundo, un enredo, y yo sin saber tejer, ni desenredar ni nada. Me dejé llevar por el deleite de la multiplicidad, sin darme cuenta de que mi proyección se iba desvaneciendo; me iba fragmentando hasta el punto en que mi sentir más individual se veía tan lejano y era inminente el momento en el que ya no me reconocería en el espejo, sólo vería al otro y no al yo. Como un ser complaciente por naturaleza, me perdí en las elocuencias de lo posible sin saber que estaba abandonando lo probable.
Perdí al querer ganar. Perdiendo me entendí. Era piedra y perdí mi centro. Un centro que creía seguro pero que nunca estuvo coordinado. En fin, el amor no se va a ningún lado, los cuerpos sí. Yo me voy pero también me quedo. Perderme para lograr encontrar lo que no tengo, en quien no sé.
¿Quién le dijo a las arañas que eran anfibios?
Jesús Degollado