De K. para A.

Querida A.,

En medio de la tormenta “Gamma” me animo a escribirte a propósito de la carta que le has enviado a M. Me llenó de regocijo leerte en esa descripción del enamoramiento con todos los efectos del arte cinematográfico y la corroboración de que, en eso que llaman “la vida real”, también hay efectos y afectos por demás especiales. De muchas maneras, ese pasaje me hizo volver a las múltiples escenas personales donde había creído encontrar o había encontrado de hecho, no lo sé, el amor. Y había sido así, en un lugar distinto al que me encuentro ahora, en un viaje del que no esperaba gran cosa, en un día en el que no aspiraba a recibir ninguna sorpresa por parte de la vida.

Después de esas escenas vinieron sin embargo los otros recuerdos: las rupturas, los olvidos, los sucesivos abandonos que a veces no se perciben en lo inmediato pero sí en el largo plazo de una mirada cansada de la magia y el asombro. Yo sé que es un revés más bien nostálgico, pero su opacidad hace que brille con más intensidad todo lo otro. Ante este revés, resulta inevitable preguntarse por qué y, en las posibles respuestas, empieza a figurar el borde de ciertas intenciones donde el amor exhibe su lado más egoísta o más perverso.

Me quedé igualmente con las preguntas formuladas al final de tu carta, si se fotografía el paisaje desde las ventanillas de los aviones, si se le teme al mar cuando la marea sube; y me las respondí para mí como si recreara con esas respuestas los escenarios de otras historias. Hubo una época en que me empeñaba en contar las albercas que podía divisar al aproximarme a las ciudades desde lo alto de un avión, hubo otra en que más bien me concentraba y sí, también fotografiaba, los bordes que delimitan los continentes antes de perderse al interior del océano. Mirar la tierra desde esa perspectiva, era una forma de situarme en ella, de pensar que me había agenciado un sitio en este mundo. Pero luego aterrizábamos y con la turbulencia venía la inevitable certeza de la muerte y todo el encanto previo desaparecía.

Como quiera, he llegado a pensar, ante esas visiones, que de la misma manera el amor va perdiendo sus límites, como si se sumergiera paulatinamente al interior de un mar de incomunicaciones que sólo sabe avanzar hacia la oscuridad del abismo. Y tal vez por eso, la otra pregunta, la de si tememos al mar cuando la marea sube, la respondí de inmediato diciendo que no, que más bien temía cuando la marea bajaba y ponía al descubierto los paisajes de abandono que habitaban en su interior, otro tipo de cementerio marino poblado de los más diversos vestigios. Aquí recuerdo un poema que me ha dado por llevar como una suerte de amuleto: “la luz no muere sola, arrastra en su desastre todo lo que ilumina. Así el amor”. 

 También recuerdo con frecuencia otro poema que dice: “Frente al mar las cosas alcanzan su justa proporción: apenas existen”. Me parece hermosa y terrible la imagen, pero sobre todo muy cierta. Tal vez de ahí derive la permanente fascinación que ha generado el mar desde siempre, lo mismo que su hipnótica permanencia cuando está en calma o su implacable poder de destrucción cuando se mira embravecido. He llegado a pensar que esa imagen del enamoramiento total que has descrito podría encontrar su semejanza con la impresión que genera el mar para quien lo conoce por primera vez. Aunque se trata de una experiencia que yo nunca tuve, pues desde muy pequeña me habían sumergido en sus aguas, he escuchado decir que mirar el mar por primera vez equivale a dimensionar en la conciencia nuestra propia finitud, nuestro carácter efímero y la violencia implícita en saberse tan diminuta frente al poder colosal de un mar que nunca detendrá su oleaje. Como si en un solo vistazo se conjugaran horror y belleza, calma y destrucción, suficiencia y pequeñez, grano de arena y totalidad inaprehensible.

Te hablo del mar, pero pienso en el amor, pienso en el poder, pienso en las historias atravesadas irremediablemente por la belleza y la destrucción, por la calma que podría tornarse en tempestad; pienso en esas historias donde los protagonistas permanecen impávidos ante la desasosegante y entrañable contemplación del mar y saben que están a punto de perder sus límites en él. 

Quizás nada tenga que ver este mar con el que tú miras y describes. Debe ser esta tormenta “Gamma” que con su exceso de agua y viento, nos desordena las cosas y los recuerdos y las historias de amor. Espero que el mar desde donde escribes sea uno en calma y cuya marea, al descender, sólo exhiba los vestigios más luminosos de algún amor que sí fue.

K.

3 de octubre, 2020