De K. para M.

Querida M.,

Me siento a la sombra de la flor de mayo en la mañana de un otoño que comienza. Acabo de montar una salita en el patio delantero de la casa con unas sillas estilo “Acapulco” (que aquí se han vuelto a poner de moda) y una mesa de madera rústica. Del otro lado del patio, el tulipán no ha dejado de crecer y todas las tardes atrae colibrís y pájaros pequeños. Entre las luces y sombras que forma el sol al filtrarse entre las hojas, me he sentado a dejar pasar las horas como quien mira pasar la vida sin esperar de ella nada a cambio. Y sin embargo, esto no es del todo cierto, porque aunque digamos lo contrario una siempre espera, cualquier cosa, pero espera: un mensaje del otro lado del mundo, que se ilumine un detalle en lo cotidiano, que llueva o que no llueva, que el tiempo no pase, que algún misterio se revele sólo para nuestra mirada.

He llegado a pensar que este afán de iniciar las cartas situándonos en el espacio tiene que ver con una necesidad de anclaje en lo concreto, sabiendo que pronto habremos de discurrir por los senderos ambiguos de lo abstracto. O no, tal vez sólo nos gusta apropiarnos del escenario y regalarle a quien nos lee una imagen más o menos plástica, con un poco de atmósfera, del sitio desde el cual escribimos y les dedicamos el pensamiento. En este gesto de hacer nuestro el espacio también advierto ese carácter afectivo que tú observas en los trazos de los dibujos, y aquí es cuando yo me pregunto si existirá algún acto o gesto humano que no se encuentre atravesado de mil formas por nuestra emotividad, por mucho que nos empeñemos en guardar (sana e insana) distancia.

Es así como vuelvo al patio y a la sombra de la flor de mayo, al calor tropical y sofocante que en esta época apenas se amortigua con las lluvias de la temporada, y descubro que lo estoy mirando desde una especie de resignada calma que insiste en decirse que no espera nada. Resignar no es sólo aceptar una situación o un hecho como irremediable, es también re-signar, trazar nuestra signatura con el pulso tambaleante sobre una hoja en blanco, es volver a firmar o a pactar con la vida que aún nos queda. 

He visto cómo te abrazabas a una pequeña taza, imagino yo, de alguna bebida caliente; cómo te envolvías en un gruesísimo abrigo impensable de usar en estas latitudes. De alguna manera visualizo un (im)posible intercambio en el que tú pudieras tomar un poco de este sol peninsular y yo un poco del frío y la altitud de tu ciudad. Debe ser que me gana la nostalgia de los sitios a los cuales no he podido volver, en los que fui feliz y en los que el frío delineaba las cosas con el pulso firme de quien sabe o ha comprendido de qué va la vida: Xalapa, Zaragoza, Coimbra. Debe ser que en medio de esta soledad donde también me encuentro hablando conmigo así, a solas, todo el tiempo, tiendo a transportarme sin querer hacia alguna de esas ciudades en las que el abrazo del abrigo y de la taza del café o del té hirviente dejaban de ser un gesto de lo más cotidiano para convertirse en una forma del amor para con una misma.

Hablaba del tiempo y las esperas sin esperanza, hablaba del espacio atravesado por nuestra emotividad como un ejercicio mediante el cual nos puede ser un poco más asequible esta especie de inmovilidad forzada. No es que no quiera estar aquí, es sólo que pesa en el cuerpo la falta de opciones para deci(di)r “hoy no estaré”. Tal vez vuelva, como en los años de primaria, a dibujar ojos y mapas en los mesabancos, a repetir mi nombre tantas veces como sea necesario, y repintarlo para situarme en este lugar, como si renovara un pacto con el presente. 

De todas las formas que conozco de la permanencia, el nombre propio se me sigue exhibiendo como uno de los más poderosos. No me gusta mi nombre y sin embargo, en sus cinco letras, me he llegado a sentir hasta cierto punto cómoda, como si cada día fuera una mañana de un otoño que comienza y en la que la única consigna es dejar pasar las horas como quien mira pasar la vida sin esperar nada de ella. Y sin embargo esto no es del todo cierto, puesto que siempre esperamos: una noticia, un gesto, que alguien más corrobore el pulso de los afectos que vamos dispersando en cada signo. 

Desde la resignación y la espera, te mando un abrazo.

K.

Mérida, Yuc., 26 de septiembre, 2020

P.d. No sé si muchos o pocos, pero mañana cumplo años, y en esa coincidencia de los tiempos que llegan sin mayor dilación, he llegado a creer que la espera de una nada sutil y suficiente tiene un poco de sentido.