S.,
Te leo en la carta que le has enviado a Raq. y me quedo inmóvil en la sorpresa de hallarme en medio de este juego de correspondencias que, con cada misiva, adquiere tintes un poco más truculentos. Yo no sé escribir desde el nervio, la víscera, porque hay una fuerza aún no tan conocida que me restringe y coloca filtros (literarios, diría Humberto). De cualquier modo y aunque no lo parezca, ésta es la modalidad más visceral con la que haya escrito alguna vez y lo hago desde un impulso voraz nacido de la lectura de tus cartas. Ni si quiera sé por dónde empezar. Podría decir, primero que nada, que tengo una profunda debilidad por los seres de ojos tristes. He leído en la carta que diriges a Diana, y en la que tan maravillosamente reunías los diversos y hermosos significados de tu nombre, que te miras así y eso me conmueve aún más. Si el mío no me gusta es porque significa “mujer fuerte” y me hubiera gustado no estar tantas veces, repetidamente, obligada a serlo. Tampoco me gusta por una cuestión por demás frívola, hay Karlas por todas partes; pero eso no significa que me sentiría más cómoda con un nombre inusual. Si lo pienso, creo que no podría elegir un nombre para mí. Mi segundo nombre es Lili y creo que no me va para nada, sin embargo, a veces, cuando en la vida pública me invento otros modos de ser y de estar, voy por la vida como Lili y adopto sucesivamente otras personalidades, otros gestos, otras formas de no ser yo. ¿Nunca te cansas de ser tú? Le preguntas a Diana si los padres al nombrarnos tendrán conciencia del destino que nos imponen y yo creo que a veces ni siquiera se detienen a meditar en ello. Me pusieron Lili porque a mi hermana mayor, que tiene el honor de llevar el majestuoso y formidablemente literario nombre de Inés, le preguntaron cómo quería que yo me llamara. Ella tenía dos años y sólo atinó a repetir el nombre de su kínder. No sabes lo mucho que he agradecido que entonces no asistiera a la escuelita Niños Héroes o a la Solidaridad; la historia es la que es, pero podría ser peor. Doy vueltas sobre mí, sobre los nombres, porque éste es un ejercicio arduo como pocos. He dicho antes, en la sesión del martes pasado, que llevo mucho tiempo dándole vueltas a la idea de que la relación entre padres e hijos es uno de los más sofisticados, retorcidos y perversos juegos de poder. En un plano general, lo pienso en lo abstracto. Pienso en cómo desde el discurso del amor, los padres imponemos referentes, conocimientos, creencias, valores, disposiciones del tiempo y los espacios, formas de ser y de estar. Y al mismo tiempo, los hijos, las hijas, exigimos, cuestionamos, miramos y juzgamos a esos seres gracias a los cuales estamos aquí, casi, sin remedio. No sabes lo mucho que me admira que dijeras eso, que te visualizas como en el cuadro de Goya, que lo escribieras, que abiertamente ofrecieras tan elocuente imagen de la maternidad y que además asumieras como una suerte de derecho el devorar a tus hijos todos los días. Desde que tengo memoria he pensado que para mí no es una opción reproducirme ni adoptar a otro ser humano, puesto que lo visualizo como una responsabilidad ingente que no sería capaz de asumir a cabalidad. No podría poner un nombre a nadie, así con su carga tan definitiva, con su tan nombre es destino. No podría enseñarle ni las más mínimas nociones de lo que está bien y está mal, porque ni yo misma lo sé. Jamás le daría una orden, una indicación, ningún tipo de referentes sobre la vida, porque de inmediato me torturaría pensando en el daño que mis palabras podrían obrar en su interior al verse condicionado/a a actuar de una manera u otra. Ni qué decir de mis silencios, mis omisiones, mis olvidos. En qué momento a alguien, quien sea, se le ocurre que tener un hijo es una buena idea. Mis padres tienen, entre los dos y en sus primeros y segundos matrimonios respectivamente, 8 hijos; es claro que no han pensado ni por un segundo en estas cosas. Da igual. También dices que tus hijos son un trofeo y yo me imagino una sonrisa o por lo menos un connato de sonrisa insinuándose en la comisura de tus labios, muy a pesar de tus ojos tristes; y te admiro porque se requiere mucho para conjugar en una misma ambas imágenes, las polaridades destructivas y protectoras de la madre. Al igual que tú, he pensado en no enviar esta carta porque pesa, porque no suena bien, porque tal vez guarda demasiadas vetas hacia lo impropio; en fin, porque leer explicaciones no pedidas también es una forma de ejercer poder. Pero no nos engañemos, detrás de todo esto hay un resquicio de querer mirar en una lo que los otros tienen y guardar en la mirada esa nostalgia peor por añorar lo que nunca jamás sucedió. Conocí a mi madre al cumplir yo los 21. Lo único que atinó a decirme entonces es que para ella yo ya estaba muerta, y aunque ahora nuestra relación sigue el cauce sereno, habitual, de las familias en las que nopasanada, hay momentos en que mi mayor deseo es ser para alguien un trofeo que exhibir y al cual querer devorar todos los días. Después de todo no atino a pedir perdón ni permiso, tan sólo a reiterarte mi admiración y a enviarte un abrazo de mi nombre al tuyo,
K.
17 de octubre, 2020