De M. para H.

Mayo, 4, 2021 

Pero el hombre no sólo germina sino también elige. 
Lezama Lima 

Querido H.C., 

Tu whats era el primero al despertar. 

Un tramo de la línea ferroviaria cerca de la estación del Metro Olivos había colapsado, el tren descarrilado a pesar de la pericia del conductor; heridos y muertos, polvo y ruido.

Alguna combinación de esa línea 12 me acerca a tu casa. Aunque más nueva, limpia, y hasta clara, la evito; tal vez por ser dorada. Prefiero la azul. 

Mientras me tomo las pastillas de cada frasco enfilado sobre la isla de la cocina, veo a Y. que, después de darle cuerda a La Princesa, corrobora que no esté derecho —según tus instrucciones para ayudar al áncora a marcar el ritmo—, la madera sigue hinchada, desnivelando su eje; mueve suavemente el péndulo de izquierda a derecha, su austeridad reanuda la marcha. 

En la foto al final de tu carta, la columna que soporta al Ansonia está proporcionada con el reloj, y me gusta esa armonía de volúmenes y trenzas. La base de la caja casi roza el borde del ábaco que corona el capitel del pilar salomónico y sobrio. 

El Chino no fue sobrio, pero ese fuste entorchado —y su origen barroco— lo refiere. 

Si se visitara en tu casa y se comparara con la foto, aprovecharía el cotejo para gritarme una vez más: “La fotografía siempre miente”. Aunque sabe, supo, que coincido con él, le gustaba provocarme, era el pinchazo para que le respondiera con alguna cita de alguien, sin importar que la alusión lo secundara. Lo suyo era alimentar el tiqui tiqui. 

En el espacio de lo real de tu sala no existe esa proporción entre el Ansonia y su pedestal. Ese tiempo no remata justamente el conjunto, le falta volumen o altura, u otra mirada. Con la mía sólo logro atisbarlo. 

Ahora no consigo dotar a la memoria de otros recuerdos. Sigo viendo la desproporción de su cuerpo en los últimos días. 

Para muchos fue desproporcionado. El tono de su voz, sus modales y colores. 

Pero con esos dedos regordetes, cuando empinada el índice de la mano derecha o cuando lo juntaba con el pulgar mientras lo alineaba al ojo derecho, entrecerrando el izquierdo, para corregir la posición de una pieza al lado de la otra; la altura de un cuadro; la caída de una gasa; los límites de la instalación total del momento, era todo proporción. 

No siempre la áurea. 

Hubo días en que esos dedos cortos se inflaron tanto que pensé que reventarían, que la piel no podría seguir cediendo. Después se desinflaban un poco para que mi esperanza volviera a comer. 

El día que decidió que lo entubaran —después de horas de conversaciones, de estiras y encoges, de miedo, y sólo porque no había más posibilidades de seguir respirando— tuvimos nuestro acto físico más íntimo en treinta años. 

Aún faltaban horas para estar al límite de la conciencia, aún no había decidido. Él estaba muy agitado, incómodo con la postura en que lo recostaban, le dolía la parte baja de la espalda, el iris de sus ojos hacía círculos completos de 180 grados. Iba y venía. 

Lo traía forzándolo para que me mandara a hacer cosas, para que me diera instrucciones. Ya habíamos agotado las más importantes: sus clases en la ESAY y en la UADY, sus reuniones para la próxima museografía en el Palacio Cantón, de dónde saldría el dinero para pagar la hospitalización en la UCI de Las Américas, su larga tesis contigo, los documentos para el libro que ese historiador está escribiendo sobre él, las cantidades de comida —y el lugar de los platos—para Burundanga y Goya. Poco quedaba por amarrar, pero yo insistía. 

“Dame la mano” dijo, mientras levantaba unos centímetros su derecha de la camilla. Él no vio que abrí los ojos sorprendida. Se la agarré con la mía, después con ambas, y así nos quedamos mucho rato, en silencio. En esos minutos, ¿10?, ¿15?, sentí su mano cálida (no correspondía al frío de la habitación), lisa, sin vellos, con esas manchas que va añadiendo la vida y el sol de estas latitudes. No pensé en nada, sólo la sentía, la apreté, la masajeaba pretendiendo contener la fuerza, hasta que me dijo “ya”, y la solté. 

Casi a medianoche, cuando salí de su cuarto, el 107, nos despedimos sin ceremonia, las evitábamos. No hicimos excepción. “Hasta mañana”. Sé que ambos creíamos que nos volveríamos a llamar, como casi casi casi todos los días. 

Y sí… llegará la nostalgia, ahora no, ahora ardo. 

Ella necesita tiempo —y otra temperatura— para colarse. 

No podré eludirla porque aprendí a quererlo desde la diferencia, y hasta desde la oposición. Así no suelo querer. 

Con su partida se desvanece un poco más el lugar de donde vengo. 

Gracias por estar estos días, también. 

Un abrazo. 

Mina