Pienso en lo delicado de una estrategia de crianza y en la forma de lograr exitosamente forjar valores en los hijos al educarlos. Qué fuerte es la responsabilidad del tutor, cargada en la espalda como si subiéramos una montaña con una mochila llena de piedras. Los malos hábitos forjados en los niños son permisibles, pero un error de fondo, vital, los podría destruir de forma irreversible, por una eternidad o hasta por generaciones. El algoritmo que cada padre ejecuta es tan delicado como cuando derrites chocolate.
Anoche me desvelé haciendo figuras de chocolate y pensando en Boaz. Probé tres técnicas para derretir las chispas blancas: a baño maría, en el microondas, y por último, en la máquina especial para derretirlo. Agregué manteca, ya que carecía de aceite de coco, que es lo correcto para que se haga menos espeso y más manejable. Pese a haber ya derretido chocolate muchas otras veces, siempre existe la posibilidad de que se apelmace, se haga pegajoso y se descomponga. Entonces no habrá solución, será demasiado tarde, (árbol que nace torcido jamás se endereza, recitan las abuelas). Las causas para que se arruine pueden ser que le cayera una gota de agua o la fecha de caducidad o el sobrecalentamiento.
A los hijos no hay que sobrecalentarlos o sobreprotegerlos. Hay que estar allí todo el tiempo con ellos, como frente al fogón para batir el chocolate, y tratarlos con mucha paciencia. Si estropeas el chocolate por impaciente, ya no podrás repararlo. ¡Hay que hacer uno nuevo!… En cambio, con los hijos no es igual. Si los hieres, si les deformas el alma, si les apelmazas el cuerpo o los derrites en las discusiones familiares, ellos se quiebran, se agrietan, se empañan, se oscurecen y su luz original deja de resplandecer. A eso le tengo miedo, a la madre histérica, a la madre complaciente, al exceso de tecnología que me sustituya y a ahogarme en un naufragio que arrase también con ella.
Pienso en una carta que la hermana de Ilana le escribió, en la que decía que había logrado (supongo que por tantos descuidos, negligencia y abandono) que su hijo Boaz no la necesitara para nada. Eso no creo que sea tan malo, yo sentiría por ello una enorme tristeza como la que siento al ver esa imagen de la niña con el globo de Banksy. Si mi hija algún día fuera independiente, sería tan difícil para mí como ir a la guerra sin armadura. En fin, no hay receta perfecta, como la del chocolate, que funcione para librarnos ambas de la figura de esa madre narcisista, que desobedece y voltea ante Medusa cuando le advierte no mirarla justo en el momento en el que la hija decide alejarse. Tampoco quiero manipular o hacer de ella una sombra de mí misma, un espejo, una réplica, medalla de mis frustraciones; ni mucho menos hacerla a mi estilo, como dice Boaz en una carta a su madre en donde le pide que deje tranquila a Yifat antes de moldearla, decía, como barrita de plastilina. Es difícil imaginar su partida, pero tampoco sabría cómo alentar que luego del retorno de sus viajes y aventuras ella regrese a mí, tan sólo por la recompensa de probarla.
Definitivamente no deseo incluir a mi hija entre los restos y la mala fortuna de las cajas negras de mi vida que sé que albergo en mi mente. Deseo, en cambio, heredarle una caja de música traslúcida en la que pueda imprimir sus ilusiones. A veces, es mejor hacer perdidizas esas cajas negras familiares, para que cuando los hijos nos superen jamás las encuentren. Y si logramos un chocolate perfecto, un hijo equilibrado, con buen juicio, amoroso y astuto, démosle mejor la posibilidad de llevarse por la vida una mochila al hombro llena de flores.