Yo no tengo un “sillón azul” que me ayude a diluir ideas, pero sí tengo mi “triángulo de las Bermudas” que me hace invisible unos momentos. Me subo a la azotea del cuarto que ilegalmente construimos afuera del edificio, en el jardincito de la parte posterior de la planta baja. A algunos, el cuarto nuevo les causa indignación, a otros envidia. No lo hicimos por altanería o irreverencia sino por necesidad.
¡Es que la verdad, no sé en qué piensan las constructoras! Ya no cabíamos en el departamento. Son muchos los zapatos y bolsos adquiridos junto con recuerdos nostálgicos que no deben irse. A veces temo que un día se me lancen como proyectiles en reproche por abandonarlos, ya no los saco a las fiestas ni a las discotecas pero les tengo cierto apego. Algunos pueden ser traicioneros y querrán ahorcarme un día con sus agujetas, (como mi marido al que no le gustan las cosas). Entre ellos ha habido discordia, lucha de egos. Están los que se sienten desgastados e inseguros y los que quieren sobresalir aun si no combinan con el atuendo. He leído algo de feng shui, sé que hay que limpiar el hogar para que fluya la energía y todo eso, pero me sucede algo similar a lo que le pasó a Floridarma con su experiencia “Vipassana”. Ella regresó a sus tacos y yo a las tiendas.
De soltera, tenía una habitación llena, de pared a pared, repleta de películas de arte y compactos de música que me hacían sentir inmersa, como niña en parque infantil. Los tuve que eliminar para evitar un divorcio. Pensé en la gente afortunada que, ese día que los tiré, los rescató afuera del bote de la basura, yacían acomodados en hilera como el camino de migajas de Hansel y Gretel.
La sala era gloriosa, llena de libreros y estantes con ciertos libros en otros idiomas, algunos de ellos han sido sustituidos ahora por las muñecas de mi hija, en los mismos estantes pero pintados de rosa. Esos y otros libros permanecen en cajas que he almacenado en la habitación que mi esposo dijo construiríamos supuestamente para cuando viniera mi suegra. De forma inconsciente, comencé a llenarla de cajas apiladas, objetos de navidad, cajas con ropa de cama, y ese cuarto no tuvo otro remedio que convertirse en bodega. El lugar se transformó de tal modo que no queda ni un ápice de espacio y mucho menos sitio para una cama.
No sé si soy tan acumuladora como aquellos personajes sórdidos que aparecen en los programas de compradores compulsivos de televisión de paga. Mi patología, a diferencia de la de Melvin, es la de atesorar cosas. Mi Sherezada son los objetos. Cada año me deshago de ellos: los regalo, los ofrezco por internet e incluso los remato en ventas de garaje. Sin embargo, en pocos días vuelvo a estar invadida por otros similares. Culpo de mi afección a las compras a la frontera, a la sociedad capitalista, a las tiendas de dólar, a la publicidad y a la canción ochentera de Madonna que escuché en mi adolescencia, “Material Girl”.
Mientras escribo se ha caído un libro por sí solo, era uno de la hilera de libros que tengo empotrada como torre de legos en la esquina de la entrada de una habitación que colinda con otra. El que se cayó fue el Arte de la Guerra. Lo leí por segunda vez cuando conocí la actitud de ataque de mi suegra y el libro me sirvió de escudo.
Hablando de Oriente, estuve en Japón en un Ryokan y también en un departamento en Tokio. En viajes como ese es cuando descanso de mis pertenencias. El minimalismo me va bien sólo en las vacaciones, no de forma permanente porque le haría falta color y abundancia material a mi vida. A veces me pesa esclavizarme por ellas, ya que cuando posees tantos objetos debes tener el tiempo de limpiar, sacudir y ordenar apropiadamente. Me gustaría ser tan excelentemente organizada como Fabiola para saber localizar hasta un bolígrafo específico con rapidez. Por cierto, Maribel, ¡no dejes tu pluma de Biró en casa del maestro Humberto! ¡Atesórala! Por algo te eligió a ti.
Yo tengo una chamarra vieja pero poderosa. Cuando la uso, la gente me abre las puertas, no se quejan si me cuelo en la fila del banco o del supermercado y me miran a los ojos cuando les pregunto algo relevante. En verdad, esa chamarra es para mí como el cabello de Sansón y no la dejaré hasta que luzca como prenda de vagabundo.
Ramón, a ti te platico que también conocía al gran García Márquez. Me logré colar en una cena privada (organizada por Anagrama en una de las ferias del libro de Guadalajara) por la simple credencial de ser novia del italiano traductor y amigo de Roberto Calasso. Mi experiencia al intentar conversar con el escritor en esa cena no fue muy grata, tal vez estaba fastidiado de sus seguidores como a veces lo está Nothomb. Me trató con el mismo desprecio con el que el personaje de Amélie trató a Melvin. No fue por obesa ni por acumuladora, sino por rubia. Supongo que desde su perspectiva cumplía con el estereotipo de ser “una rubia boba”. Al menos eso pensé para justificar la situación. Me miró con el rabillo del ojo cuando me le presenté muy estilizada, recién salida de la estética, estrenando una aplicación de uñas de gel, además de una cabellera larga y dorada debido a un nuevo tinte. El escritor se negó a sostener una conversación que tal vez creyó superflua y se disculpó con cualquier pretexto. Me sentí, en aquella ocasión, como cuando me rechazaban en las filas de la discoteca de moda por no llevar escote, minifalda, o no tener dinero para pagar una melena dorada y un maquillaje tan perfecto como el que llevaba el día en que lo conocí.
¿Fotografías con Calasso? ¿En La bodeguita del medio de Puerto Vallarta? Sí que las conservo; las de García Márquez, pues no. A veces me pregunto cómo hacen los millennials para no imprimir sus fotografías, cómo es que logran guardarlas sólo de forma digital sin temer a que algún día se borren y se pierdan para siempre. Así como dependo del olor de los libros como droga o incienso vespertino, y por supuesto deseo poseerlos físicamente, prefiero también tocar las fotografías. Saber que permanecen en los álbumes familiares me da tranquilidad, esos que saturan un tercio del librero y que algún día heredaré a mi hija. Algunos son de fácil acceso y, al hojearlos al azar, se pueden abrir en la fotografía de una borrachera o de una boda memorable.
Maribel, respecto a tu descripción sobre los perros de tu entorno, te comento que los que habitan en mi edificio son muy inquietos. ¡Jamás huirían! Están acostumbrados al cautiverio y apenas sus amos los sacan un momento, salen despavoridos a enfrentar al mundo, causando conciertos con un lenguaje sonoro abrumante. A mí me asusta cuando aúllan al unísono en la madrugada, ya que pienso que se comunican entre sí alguna catástrofe que predicen con su instinto; así como cuando se anticipan a las alarmas tectónicas.
En cuanto a mis temblores emocionales y el tránsito por turbios mares mentales dentro de mi propia casa, suelo sopesarlos con cosas. Sí, las cosas de las que te puedas agarrar y afianzar bien o usarlas incluso como ancla. Contrario a lo que dicen los psicólogos, no está del todo mal que sirvan como paliativos para evitar hundirte, universos de cosas en las que te puedas perder y abstraer con el efecto de un tónico sanador. Es verdad que no las llevaré a la tumba, ni tampoco cabrían en mi caja negra, pero son el aderezo que se agrega a la felicidad que me brinda lo espiritual que disfruto en la vida.