Me despierto en medio de la noche, otra vez el mismo sueño… La luna está llena y el cielo tan despejado que, entre los barrotes, puedo ver Marte.
¿Cómo fue que terminé aquí? Toda mi vida deambulando en estas tierras, conociendo todo y a todos con quienes la comparto; y un día había alguien más. La curiosidad me obligó a quedarme un rato observando: la apariencia no era tan distinta, cada cierto tiempo uno de los suyos se perdía por estos lares; sin embargo, había algo alrededor suyo que mis ojos aún no distinguen pero mi olfato sí. Comencé a acercarme más. Muy tarde me daría cuenta de que no tener miedo se convertiría en el primer error.
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Pareció notar mi presencia un día que lo seguí cuando caminaba de vuelta a su refugio: permaneció quieto y miró de reojo, sonrió.
A partir de esa vez, casi juraría que a quien seguían ahora era a mí. Entre las copas de los árboles, varias veces reconocí su figura. En general los otros prefieren que no crucemos el paso. Y ahí estaba, esperándome. Lo cierto es que, ya fuera arriba o abajo, siempre sabía en qué sitio pararse para invitarme a que le siguiera.
Las invitaciones fueron ignoradas muchas veces hasta que comencé a acostumbrarme a su presencia; y es que, si presto un poco de atención, casi cualquier cambio me sorprende: el crujir de las hojas a mi paso, el olor que trae la brisa o el silencio interrumpido por el canto de un ave. Mejoró su estrategia y cuando venía a mi encuentro añadía algo más: artilugios, movimiento, sonido, comida…
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Este intento de domesticarme ha sido la peor y más grande tragedia. Es difícil, veía a otras criaturas tan contentas con su cautiverio, estallando de emoción al acercarse el amo, agradeciendo cuando les compartían sus migajas, que pensé que quizá estaría bien. Me equivoqué, ahora sé que es una cuestión de carácter: no todos podemos vivir esperando la bondad de otro, ni el tiempo que le sobra, ni esperando incondicionalmente su regreso después de una larga ausencia. Yo soy de otro tipo.
Entre la ansiedad del encierro, la soledad y la incertidumbre de no saber cuánto más estaría aquí, comencé a morder mis patas y a tirar de la cadena con la intención de liberarme. No funcionó. Terminé lamiendo las heridas sin pelo por varias semanas, evitando el dolor de cualquier roce. Fue el único momento en que agradecí no estar en el exterior.
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Así, viviendo en este engaño, en esta falsa amistad que es la relación amo y esclavo, he comenzado a preguntarme para qué me trajo aquí si luego se alejaría: pasó de venir a buscarme todos los días, a dejar apenas un poco de comida cada que lo recuerda, sin mirar siquiera si la devoro o no.
¿Fue siempre su plan atraerme para encerrarme sin propósito alguno? ¿Cuántos más compartieron mi situación y cuál fue su destino?
¿Estoy aquí para satisfacer su vanidad, su soledad, o para presumir que ha logrado encerrar su mayor miedo aunque no se atreva a encararlo?
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“No muerdas la mano que te da de comer” me recomendaron los perros el día que me vieron llegar. Nunca necesité una mano para comer, lo poco que me ofrece no es suficiente y de la curiosidad pasé al resentimiento.
En el pasado temí que rebelarme fuera a traer consecuencias graves, pero en este punto ¿qué puede ser más grave? Ya no tengo miedo, todo lo contrario: mis heridas han sanado, y aunque estoy un poco débil, tengo la fuerza suficiente para dejarle en el piso de un zarpazo. Lo espero.
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Me despierto en medio de la noche, otra vez el mismo sueño… La luna está llena y el cielo tan despejado que, entre los barrotes, puedo ver Marte.
El viento trae consigo un sonido que creí haber olvidado, aguzando el oído reconozco el llamado de otro de los míos. Y lo que es mejor, escucho las pisadas y el suave tintineo de las llaves con las que echó el cerrojo quien un tiempo pensé que era mi amigo. Intento contener mi emoción y evitar que algún gruñido me delate, y entonces gira la llave sin saber que hace tiempo logré soltarme.
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|| M A L ||