De M. para Z.

Para Z.

La novela de Amélie me recordó al “loco de Vietnam”: un mexicoamericano exmilitar veterano que vivía en Tijuana. A muchos les daba miedo porque se tiraba al suelo cuando creía escuchar disparos. A mis ocho años, cuando me enviaban por las tortillas, vivía la disyuntiva de elegir entre el camino que me hacía pasar frente a su casa o el camino de “La casa del diablo”, un doberman apodado así porque decían que había matado a un niño. Elegí siempre la primera ruta, hasta aquel día en que otro exmilitar ocasionó una masacre “al otro lado” disparando en el McDonald’s de San Diego a muchas familias inocentes que murieron. La noticia, de revuelo mundial, me hizo desconfiar de los militares, así que opté por la otra ruta. Durante el recorrido de la cuadra y para defenderme, solía cargar en la mano derecha un ladrillo que pesaba tanto como una culpa significativa, y en la izquierda un kilo de tortillas que pesaba más o menos como el remordimiento.

Me sumerjo en la atmósfera de los macarrones color pastel, en las vitrinas de las pastelerías cercanas a la estación de Odeón, en la escalinata en donde supuestamente vieron llorar a Amélie. Imagino al vendedor de un puesto de crepas cuando me interrumpen los pasos cabalgantes de los vecinos de arriba. Han sido en vano los miles de intentos para lograr que sean considerados: chocolates, birria, donas, regalos de cumpleaños, etc. Nada de eso ha sido suficiente para que consideren mitigar el desastre ruidoso de su existir, enviado en ondas gigantescas cual burbujas de jabón sonoras que revientan y escurren rutinariamente bajo su piso y en mi techo. Juegan a la pelota y a las luchas, corren con los perros, azotan las puertas de los clósets, arrastran sillas por doquier, en fin, y ellos sin sentir culpa alguna. ¡Esa familia es totalmente inmune a la culpa! Culpa de causar estrés, insomnio y nerviosismo a sus vecinos. 

Creo que esa impermeabilidad a la culpa deberíamos tener todos los que nos castigamos con ella, que fuera tan sencillo como sacudir y eliminar el polvo acumulado en una figura de porcelana. Para unos puede ser como un monstruo, para otros un verdugo, para otros una sombra. ¿Cómo te sentirías, Zaida, si pudieses despojarte para siempre de ella gracias a un elíxir mágico? ¿Lo beberías? ¿Qué pasaría si ya no te atormentara ni una pizca, ni un minuto, ni una eternidad? Tal vez se elevaría tu nivel de malignidad y hasta te atreverías a realizar cosas impensables. Eres una mujer plena, a leguas se nota tu tranquilidad, ¡seguro no debes nada a nadie! Pero eres madre y las mamás siempre cargan voluntariamente un cúmulo de culpas ridículas que se adjudican por causa de los hijos. 

Librarse de este monstruo es todo una arte, (como el que menciona Nothomb sobre el dominio de la lectura y escritura de cartas). Es reconfortante la habilidad para manejar la culpa. El don inicia en la niñez, cuando descubres que tienes la astucia de endosarla a otra persona, que además la asume como propia (o no tiene la creatividad para defenderse y denunciarla como calumnia). Saber que la dominas y no ella a ti, es un triunfo. Claro, los que manejan este arte deben adoptar la mentira por añadidura como una de sus herramientas, sin que su uso implique una culpa adicional. 

En mi familia, las culpas no eran vistas metafóricamente, como el caso de Melvin que disfraza su culpa describiéndola en las cartas a Amélie y que se manifiesta en la obesidad. Para mí, la del soldado, es una gordura falsa. Cada kilo que se inventa es una tonelada más de culpa que no sabe dónde colocar. Se siente mal por todas esas muertes que suceden por causa suya, o por la de su rifle, o por la de todo el batallón al que pertenece. 

Recuerdo a una tía que solía arrancarse los cabellos de la nuca uno a uno hasta hacerse un pequeño agujero y dejarse calva esa parte. Supongo que fuera de su mente, a la altura de la cabeza, le rondaban muchas culpas diminutas como mosquitos. Sus efectos no son inmediatos, como las quemaduras de sol que arden en cuestión de horas; la culpa tarda en resurgir y en causar estragos, como si saliese de los escombros revueltos de un edificio derrumbado. Sale después de ver una fotografía, de mirar a los ojos a alguien o de hurgar en un viejo armario. Hay personas que la canalizan en un mecanismo de autodestrucción, como en la forma excesiva de comer de la que habla Melvin. Hay otras que portan la culpa como un sombrero. Si se perdonan a sí mismas, les será fácil retirárselo o sustituirlo por otro. En cambio, otras, la llevan siempre presente como un tatuaje y la vergüenza por ella es tan visible como las ronchas de una varicela. Pienso que el manejo de la culpa es una decisión, como cuando cocinas con chiles: uno elige torturarse con ella o la elimina al quitar las semillas a las venas de los chiles para que no queden tan picosos. Los humanos nos sentimos mal por lo que hacemos y por lo que dejamos de hacer, por cosas nuestras o por ajenas. Nos dormimos en la noche cubriéndonos con varias capas de cobijas que nos ocultan junto con nuestros pensamientos. Esta montaña de cobijas nos protege, pero pesa tanto como las culpas enterradas en nuestra conciencia.