De P. para H.

Mérida, Yucatán, a 25 de octubre, 2020

H.,

No me siento un hombre poderoso. O escribiéndolo desde otro ángulo, no quisiera ser un hombre poderoso. No creas que es una renuncia de la voluntad, una negación del libre albedrío, dejadez; en todo caso sería más adecuado comparar esta falta de interés con la apatía o el hastío. Intentaré explicar en estas líneas por qué.

En la secundaria llevaba la materia de “historia universal” y siempre fue de mis favoritas, aunque por “universal” se refiriera a la historia de Europa y de sus guerras, o a la de grandes civilizaciones estudiadas y contadas por europeos brillantes. No tengo tanto problema con los académicos, pero siempre me pregunté, ¿por qué un hito histórico es la adopción del monoteísmo? ¿Por qué olvidar al Sol y a Venus, por qué Horus, Thor, Rea, Cronos eran símbolos de lo primitivo, antiguo y terrible?

Entre las figuras históricas que embelesaban mi mente preadolescente estaban Cayo Julio César, Alejandro Magno, Federico Barbarroja, Suleiman, Carlo Magno, Gengis Khan, Atila. Conquistadores de pueblos, constructores de ciudades tocados por Dios, que blandían su ira salvaje sobre sus enemigos y cuyos ejércitos navegaban mares de gloria. Sin embargo, todos murieron solos, todo el poder del mundo no pudo salvarlos.

En las películas sucedía lo mismo: Aguirre en La ira de Dios, Ricardo III, el samurái Washizu, Calígula, ellos blandieron el poder y por ese poder cayeron.

Entonces me fijé en otros personajes. A la sombra de los héroes estaban Sócrates, Aristóteles y mi favorito, el Perro de Sínope; al igual que Juana de Arco, Martín Lutero, y ya más en la preparatoria, aparecerían, gracias a una jovencísima maestra de literatura mexicana, El Che, Sartre, John Lennon y Pink Floyd. Así, oleadas de íconos desfilaban por los libros, a través de un incipiente YouTube y en películas contrabandeadas.

Por esa época vi tres películas que cambiaron mi vida: El séptimo sello, que hasata hoy me fascina; 2001: odisea espacial, en un primer viaje de LSD (Verano del 2007); y la que recuerdo con más cariño, Cinema Paradiso. Entonces pensé “yo quiero hacer eso”, yo quiero hacer que la gente sienta lo que yo siento en ese último corte (película súper cursi, claro, es italiana, pero no por eso menos bella).

Entonces, ése es el poder al que aspiro, un poder que es más como un hechizo, un poder que no hace llover napalm, un poder que no desaparece cuerpos y nombres, un poder que denuncia; un poder que permite a las personas adentrarse en el mundo que es una cabeza, que es la cabeza de todo el mundo.

No sé si ese es el Poder. Conozco entidades de una fuerza creativa inmensa, como Raquel y Óscar, como tú, Humberto; pero yo creo que esta potencia es más, como platicamos alguna vez, una virtualidad, una plétora de mil maravillas que aún no se manifiesta y que abre ríos de pensamiento y diálogo por el suelo.

Entonces creo que el poder es de cada uno, no la vulgar manifestación de quien ostenta el título presidencial, no de quien comanda ejércitos o posee imperios comerciales, no de las instituciones arrellanadas en edificios de oficinas. El poder deja de ser nuestro cuando creemos tenerlo y qué flojera estar cuidando la corona.

Por eso me conformo con mis pequeños cotos de poder cada vez que presiono el disparador de la cámara y consumo el proceso mecánico de tomar una foto, en un afán de dominar la luz del sol y el tiempo, o cada vez que hago un pan y soy el dictador vitalicio de mi cocina.

Con todo el afecto del mundo,

P.