De R. para F.

Esto puede ser una carta sin serlo, F. Me gusta la idea de contártelo a ti. Tarde o temprano lo haría. Te miré testigo en el amplio sentido de la palabra, ese hermoso artefacto que lo posee todo, que habita las cosas que el mundo nos pone enfrente. Así que eres mi declarante, Floridalma, un ser que escucha, que atiende, que lee.

No pretendo definir el amor ni sus desventuras, porque nadie nace sabiendo qué es.

Y es que hablar del amor no es cosa fácil. Nada simple es intentar descifrar los códigos del corazón donde se dice que habita. Al amor te lo platican. Te lo dicen. Lo contienen las cartas como ésta, las tarjetas, las flores perfumadas en las esquinas. Hablan de él como si se tratara del agua o del aire: algo ineludible, algo que está ahí siempre, que lo vives como parte sustancial en los suspiros y en la sed.

El amor, no obstante las metáforas que lo invocan, no se bebe o se respira como tal. Palpita. No junto al corazón. Tiene su ritmo, su compás. Sus formas propias de evidenciarse, de volverse real y desaparecer, de ser intermitente o acosar hasta sacarnos el soplo de los pulmones y amotinarse impasible en busca de ser olvidado. Tiene también sustancia. Se unge, como un perfume antiguo, lejano, de mujer vieja, de abuela. Se vuelve caricia o sofoco. El amor es tantas cosas y tan pocas. Nace de un puñado de razones inocuas y se vuelve vendaval, noche honda, abismo, y nace de nuevo como una luz limpia, como cuando las estrías luminosas de las cortinas dibujan en la cama su voluntad en destellos.

Uno piensa en el amor e imagina la abundancia, el desbordamiento, la catarata infinita. Pero el amor nace de algo tan nimio como unos dedos sobre el canto de un libro, donde el color de la piel sobre la cubierta parda contrasta su lisura con lo rugoso.

En algo tan simple y transitorio como dos miradas, nace el amor, esa idea descabellada que es toda desconocimiento.

Dicen que somos materia que vibra, que pulsa, sustancia imparable. En esos estertores invisibles se encuentra el empate de las almas y su ritmo: el encuentro de dos, el hallazgo que no es fortuito ni tiene lugar en la sorpresa. No, es algo escrito en la epidermis. Lo encuentras bajo una lámpara, un pino, una fronda vaporosa, un acorde casi mudo, un evento que cobra vida en el oscuro centro que nos mueve, nos trastoca. Con él llegan la vida toda y la muerte al mismo tiempo.

El amor es una selva de sorpresas. Una ramada que inventa un vuelo y una caída.

Así nací en el amor, Floridalma, ya te contaré lo que sigue, pronto, sin prisa.