Mérida, Yucatán a 29 de noviembre, 2020
De familias y mascotas
Querides amantes de los animales:
Cuando era pequeña, a mi hermana y a mí nos diagnosticaron un sinfín de alergias: al polvo, al queso, a los lácteos, al sol, a la humedad, a los peluches, a los perros y a los gatos. Mis primeros recuerdos de infancia son las inyecciones en el brazo, una especia de vacuna dominical para calmar el asma y la congestión nasal. También muchas vueltas al hospital. A pesar de ser muy apegada a mi hermana, desde muy temprana edad viví con una sensación de soledad que me rebasaba. Añoraba una compañía de otro tipo, tal vez de un perro. La excusa de mis padres siempre era la misma: mis alergias. Luego llegó mi hermano, el más pequeño, con el doble de alergias, asmático y diabético. Las posibilidades de aquel deseo mío se volvieron nulas.
Para calmar nuestras ansias infantiles, mis padres ingenuamente nos complacían con peces, de todo tipo, de todos los tamaños, y con dos tortugas, todos en una enorme pecera que recuerdo en aquella casa de Francisco de Montejo. Las tortugas escaparon y mi hermana lloró mares. Los peces no aguantaban, duraban un mes o dos, y mis padres, astutos, trataban de engañarnos comprando la misma especie de pez y metiéndolo en la pecera cuando el anterior moría, según para que no nos diéramos cuenta. Así, Marvin, mi pez, de pronto se tornaba un poco más naranja, luego rojo, luego tenía la cola más ancha, luego más ovalada, así, hasta que llegaba el día en que despertaba y lo veía tieso, arriba de la pecera, flotando, y ahí, la ficción de mis padres terminaba. Otro pez con otro nombre llegaba a la pecera y la historia se repetía. Yo estaba harta de los peces. Incluso ahora, prefiero contemplarlos en peceras ajenas, creo que me recuerdan el vacío de ese amigo infantil que mis padres nunca me pudieron dar.
Cuando yo tenía diez años, mi tío le dio un cachorro a mi hermano como regalo de cumpleaños. Mis papás, no muy convencidos, aceptaron. Lo llamamos Koda. La casa donde vivíamos, en Itzimná, era muy pequeña, y Koda siempre necesitaba cuidados especiales y un espacio para correr. Decidimos regalarlo a una familia que lo cuidaría mejor con la condición de que, cuando naciera alguno de sus hijos, nos regalarían uno; para eso, ya estaríamos en un nuevo hogar. Así sucedió, nos mudamos, y mientras, Koda tuvo a sus hijos. Nos dieron al cachorrito con tres meses, era una miniatura. Ahora ya teníamos un gran patio donde conocimos al nuevo huésped. Lo llamamos como su padre por decisión de volver a jugar a la sustitución, como con mis peces. Aun con estos nuevos tratos, debimos de saber que los bulldog francés son en extremo delicados, y Koda (como yo de pequeña) siempre se enfermaba de todo. Nos la pasamos mucho tiempo en veterinarias. El veredicto después de meses fue fatal. Cáncer de estómago. Ni siquiera sabía que esas enfermedades vivían en los organismos de los seres peludos. Hubo demasiado sufrimiento y decidimos dormirlo. Tenía apenas dos años. Toda mi familia le lloró, días, semanas y meses. No tuvimos otro perro.
Pienso que las mascotas nos enseñan el amor puro y a la vez, el desapego total porque una vez que los pierdes, no hay marcha atrás. Es una rotunda lección de vida. Hoy ya no quiero hablar de mis peces ni de Koda, sólo quiero pensar que, en algún momento, por voluntad propia, en mi espacio, decidiré de nuevo darme la oportunidad de cuidar de otro pequeño peludo de cuatro patas. Tal vez ahora quiera un gato, son más parecidos a mi personalidad. Distantes y amorosos por ratos. Cuando los leo hablando de sus perros, me recuerdan a mi Koda y a mi adolescencia construida al fin con un deseo, el de tener a mi compañero. Gracias por revivir las memorias.
S. S.