Mérida, Yucatán. Septiembre, 2020
Querida M.
No he tenido el gusto de conocerte, sin embargo, tus letras resuenan tanto en mí, como si fuéramos íntimas desde hace ya algunas décadas. Ambas usamos algún título antes de empezar la carta, me gusta imaginar que es porque amamos nombrar lo innombrable. El mar es eso, gigantesco e innombrable.
No sé nadar. Empecemos por ahí. Este dato me resulta algo irónico siendo costeña. Otro dato curioso es que siempre, por alguna razón, he tenido el presentimiento de que moriré ahogada. Es como saber de qué forma vendrá disfrazada la muerte, espero estar en lo incorrecto. Desde hace algunas semanas he sentido la necesidad de re-conectar con el mar. O con el agua. Ahora mismo me encuentro en un proyecto que habla sobre la conexión con mi familia lejana y con mi bisabuelo, un inmigrante libanés. Descubrí, después de reflexionar tanto, que nuestro punto en común es el mar. Entre Beirut y Yucatán se encuentra el océano Atlántico. En nuestro planeta existen 1.386 millones de kilómetros cúbicos de agua, estaríamos hablando de un terreno con 71% de agua y apenas 29% de masa continental. Además, el cuerpo humano alberga un 70% de agua, y si nos vamos a lo más específico, la sangre se compone de un 80% de agua, los pulmones de un 90% y el cerebro de un 70%. Es decir, somos agua. El mundo es agua, y lo que nos divide y nos rodea es agua. Qué lío, ¿no?
No me sorprende que hallemos nuestras respuestas en el mar. Al final, he escuchado tanto decir “si te sientes perdido en el mundo, ve al mar”. Y hemos visto tantas películas donde la protagonista huye de un mal amor o una mala vida y se va al mar. Escribo esto mientras llueve, de nuevo, todo ligado al mar. Hay una tormenta tropical y yo salgo al patio a sentir por un ratito el agua caer en mi cuero cabelludo. Lo hacía muy poco de niña, porque fui asmática y corría el riesgo de enfermar, aunque, por otro lado, el doctor siempre me recomendaba las actividades acuáticas pues fortalecen el sistema respiratorio. De nuevo, reencontrarnos con el agua–mar. ¿No te has cansado ya de leerme, como si estuviera demente, repitiendo la misma palabra una y otra vez? Si aún sigues conmigo, te quiero contar algo más. Por alguna extraña razón me he sentido eternamente atrapada en Nueva Zelanda. Ni siquiera sé por qué, ni qué hay ahí, pero siento un llamado inoportuno por visitar ese lugar. Tengo un amigo que era dentista y, harto de la vida en su país, un día decidió tomar sus maletas e irse a Nueva Zelanda a probar suerte; ahora trabaja como mesero, pero se mantiene bastante bien. De cuando en cuando me comparte postales del mar de Tasmania, nada diferente a nuestro mar yucateco, al fin y al cabo, mar es mar. Pienso que tal vez algún día me gustaría vivir ahí para recordar el mar de mi tierra, así como mi bisabuelo recordó el mar de Beirut al llegar a Progreso. El mar nos conecta con personas, así como ahora el mar fue nuestro punto en común para conocernos. Qué dicha ser pura agua.
Te abrazo,
S. y el mar.
No me siento perdida
Es sólo que no sé dónde termina el mar que llevo
dentro
y a veces me ahogo.
“Aquella orilla nuestra”, Elvira Sastre