Mérida, Yucatán, a 23 de noviembre, 2020
Para mi querida R.
Ahora mismo no me nace sentarme y escribir, siento que necesito acomodar mejor mis ideas, pero haré el intento. Me gustaría verte, abrazarte, llorar juntas (o no, supongo que eso se decide en el camino). Confieso que, en estas pocas ocasiones pandémicas que he podido visitarte de lejitos, llegan a mí unas ganas inaplazables de abrazarte, qué cerca y qué tan lejos estamos de aquel último abrazo y del próximo.
Hablar de la familia es tan complicado, puedo decirte incluso que lo evito, pienso que es porque me reflejo en ese hogar que siempre quise y nunca tuve. A pesar de las apariencias, yo jamás me he sentido cómoda con el cariño de mi padre. Siento que es bastante hipócrita de su parte tratar de arreglar algo que desde hace años está roto. Desde pequeña tuve que vivir con las escenas donde él tomaba a mi hermana del cuello y la azotaba contra la pared, mi madre llorando en una esquina, golpeada, y yo, sólo veía. A veces sangre, cinturón en mano, y muchos moretones de por medio. Supongo que era muy pequeña para entender el drama, incluso confieso que a veces soltaba una risa burlona. Parecía una especie de espectáculo, una corrida de toros, en el que mi padre asumía una serie de suertes hasta llegar al acto final. Siempre, en el mismo lugar, un golpe seco a la puerta, y mi hermana y mi madre lastimadas en el piso. Esa puerta en la casa de la colonia Francisco de Montejo aún lleva un agujero, yo le colocaría un letrero: Aquí yace una familia disfuncional. Pienso en el contexto social y cultural donde fue educado mi padre y en lo mucho que tuvo que sufrir para ser como es, así he perdido el entusiasmo de juzgarlo desesperadamente. Comparto que también huyo de esos seres de sangre que me son tan ajenos, que siempre esperan algo que no pueden obtener de mí; creo que depositaron demasiadas esperanzas. No entienden lo que hago, ni el ambiente donde me desenvuelvo, y ya estoy demasiado agotada siquiera para discutir sobre eso. Mejor, en las reuniones, siempre asiento y sonrío.
Imagino lo que hubiese sido de mi vida si mi madre no se hubiera encontrado con mi padre. Ella estaba casada con un médico, tiene un hijo (muy pocas personas saben que tengo un medio hermano), vivían en una casa hermosa en un pueblo no muy lejos de aquí. El médico iba y venía por las consultas en Mérida, mi madre se negaba a dejar su vida y mudarse. Se conocieron en el hospital. Él fue y será su gran amor. La familia de aquel sujeto nunca aceptó a mi madre, a causa de sus orígenes, ya sabes, costumbres yucatecas. Su familia le encontró una mujer más acorde con sus intereses, se volvió su amante y luego mi mamá lo descubrió. Lloró y se embriagó como nunca, luego, a los dos meses, conoció a mi papá, y el resto es historia. Conozco al hombre, sé que a veces mi mamá lo frecuenta. La familia creció, sus hijos estudian maestrías en el extranjero y mi madre aún llora en secreto. Cuando salí por unos años con Abdiel, un estudiante de medicina y aficionado al arte, mi madre lloraba más, creo que le recordaba a ese gran amor juvenil. Mi relación terminó (junto con la varicela, para enlazar historias) y yo a veces, cuando hace mucho frío, le lloro. Y no porque sea mi gran amor, simplemente porque amo llorar y recordar lo que no fue.
Hace unos días llego a mí una fotografía de Abdiel y su esposa viviendo en la Ciudad de México. Como una absurda coincidencia o una mala jugada del universo, entre las sesiones de profunda piel y esa fotografía, he vuelto a navegar por esas aguas en mi imaginario, creando historias ficticias. Me gustan la ciudad y sus enormes edificios, pero prefiero caminar sola por las calles que acompañada de un amor vacío. Y es que al final, quisiera pensar que la familia es un gran rizoma donde convergen karmas del pasado o puntos en común, como la coincidencia entre mi madre y yo.
Deseo tanto que pronto se nos cumpla ir por un café para platicar de la vida.
Con mucho amor, S.