De Y. para T.

Querida T.,

Cuando leí la carta que le escribiste a Rosa, la palabra que quedó resonando en mi cabeza fue: envidia. Es una palabra que nunca he dicho en voz alta, en alguna frase, en alguna charla. Me autocensuro. Lo que no quiere decir que no lo sienta o lo piense en muchas ocasiones. Es como si al decirlo manifestara un deseo que no quiero mostrar.

Una amiga la pronuncia a la menor provocación y a partir de esas charlas con ella y de escucharla hablar así, he intentado ubicarla en mí. ¿Con qué se atora?, ¿qué papila gustativa la tiene abrazada que no la deja manifestarse?

Conocí a Amélie Nothomb en el 2010, en una librería en Cuernavaca mientras buscaba libros para mi proyecto de maestría. Encontré Biografía del hambre, un gran título. Sentí mucha envidia de que alguien a sus 37 años pudiera escribir una autobiografía y nombrarla así, hablar desde el hambre.

Acabo de sacar el libro del librero y lo abro al azar. Me encuentro con algo que subrayé, “Más tarde aprendí la etimología de la palabra enfermedad. Era dificultad para decir. El enfermo era aquel que tenía dificultades para decir algo. Su cuerpo hablaba en su lugar en forma de enfermedad. Una idea fascinante, que sugería que si uno conseguía decir, dejaría de sufrir.”

Ayer mientras hacía unos pagos desde mi teléfono con banca en línea, revisé los movimientos que he hecho este mes, no reconocí uno. ¿Por qué pagaría al Cent. Sop. Al. $600 a las 7 de la mañana? ¿Qué es eso? ¿Centro de sopa? Alguien sabe de qué pie cojeo. Rápidamente llamo al Banco y digo que no reconozco ese pago, me dan un número de folio con el que harán una investigación y mientras, se comprometen a regresarme mis $600 en un máximo de 24 horas; cancelan mi tarjeta. Cuelgo, guardo la tarjeta del banco en la cartera y cae el comprobante de pago del Cent. Sop. Al. por $600. ¡Ja! El miércoles estaba a las 7 de la mañana en una clínica para que me hicieran unos análisis de sangre porque me dio el patatús la semana pasada, tú te sabes esa historia. Inmediatamente llamé de nuevo para decir que fue mi error, que acababa de encontrar el comprobante de pago, qué pena.

Qué envidia que puedas usar esa palabra sin sentir que te cuestionas por usarla o ¿acaso lo haces? ¿Te censuras algunas palabras? ¿Te has enfermado por no decirlas?

“Fingir que el amor es algo que nos sucede seduce a todos del mismo modo”. Estaba segura de que en tu frase anterior la palabra era seduce. La relacioné con otro fragmento del libro de Nothomb. Seguí revisando mis anotaciones.

-Si quieres que te quiera un poco más, sedúceme.

Aquella frase me indignó. Rugí:

-¡No! ¡Tú eres mi madre! ¡No tengo que seducirte! ¡Tú tienes que quererme!

-Eso no existe. Nadie tiene que querer a nadie. El amor uno se lo gana.

Me derrumbé. Era la peor noticia que había oído nunca: tendría que seducir a mi madre. Tendría que merecer su amor y todos lo demás amores.

Busco la etimología de seducir y encuentro que viene del verbo ducere (guiar). Tal vez uno de los estados del poder es la seducción. La capacidad para hacer tambalear a un otro, quebrantarlo. Asumir que ese momento lo puede ocupar ambas partes es complejo. Hace un par de años se me ocurrió asumir casi sin pensar, tal vez, el rol de la seductora en una relación, era yo quién le diría a él, vamos, salgamos, tomemos algo. En aquella ocasión salió huyendo, desapareció. Lo he dicho un par de veces más. La última ocasión pregunté: ¿a qué hora sales por el pan? Respondió, “me adecúo a tus horarios”.

Tanto el amor como el poder son una serie de reiteraciones corporales que se movilizan, surgen y desaparecen por distintas partes del cuerpo, en los intersticios de las relaciones humanas. ¿No te parece?

Y.